Uno de los primeros derechos, si no el primero de todos, es el de la libertad: libertad de pensamiento, de opinión, de expresión… Entre ellas, la de expresarse en la lengua que uno quiera, sin más límites que el propio deseo de uno de ser entendido por los demás.
Porque las lenguas existen para que nos entendamos unos a otros, más allá de la pluralidad lingüística y de la cooficialidad de lenguas en gran parte del Estado español. Y lo paradójico del caso es que la lengua de uso más común, el español o castellano, no es protegida respecto a las otras. Es más, en muchos lugares la cartelería de las instituciones públicas potencia las distintas lenguas vernáculas cuando no ignora, lisa y llanamente el castellano.
El derecho, reconocido en la Constitución, de hablar los distintos idiomas patrios, no colisiona, sino todo lo contrario, con el deber de conocer el idioma común como vehículo de entendimiento general. Que eso, en realidad, no es así, lo tenemos en el caso extremo de Cataluña, donde un decreto de la Generalitat intenta evitar el cumplimiento de una sentencia judicial de que en las escuelas de ese territorio se enseñe un modestísimo 25 por ciento de las asignaturas en castellano.
Sin llegar tan lejos en la imposición, pero incurriendo en lo grotesco, tenemos la existencia de intérpretes en el Congreso para traducir de uno a otro idioma oficial los que se quieran hablar en Las Cortes por sus señorías con tal de evitar el habla común.
Eso, en vez de proteger la lengua compartida, que sería lo lógico, es hacer prevalecer los idiomas particulares de una u otra región en detrimento del castellano como vehículo de comunicación. Luego nos escandalizamos, y no sólo por eso, claro está, de que nuestros jóvenes cada vez hablen peor cualquiera de las lenguas que usan porque no se pone el debido cuidado en la enseñanza de cada una de ellas.