Según algunos estudios, en España hay unos 2,4 millones de ciudadanos deprimidos, lo que es una barbaridad. Confieso ser uno de ellos, con pensamientos fúnebres, tendencias negativas y la consideración de que las cosas van mal y pueden ir todavía peor.
Sé que todo ello es producto de mi conciencia, mi mentalidad, mis nervios o como quieran decirlo y por eso me estoy tratando para combatir ese estado de cosas e ir tirando.
Los síntomas, ya lo he anticipado, son una desidia vital, un desinterés por lo que pasa y un vivir al margen de los acontecimientos que a otros tantos les apasionan y hasta les conducen a manifestaciones de euforia.
¿Que por qué les cuento todo esto? En primer lugar porque es verdad, en segundo lugar porque creo que mis lectores tienen derecho a saberlo para evaluar mis opiniones y en tercer lugar porque hacerlo público es una especie de terapia de algo que, como se ve, es más frecuente de lo que muchos creen y que afecta a muchos de nuestros conocidos sin que lo sepamos.
Lo cierto es que tengo que esforzarme mucho para encontrar de qué hablar —de qué hablar y de qué escribir, por supuesto—, dada mi abulia vital. Por eso, suele acontecer que cuando converso con mis esporádicos y escasos interlocutores, ante mis prolongados silencios ellos suelen creer que estoy escuchando muy atentamente lo que dicen y que soy un estupendo confidente y no como otros que se pasan todo el rato charlando y sin dejar meter baza al otro.
No todo es negativo en esta situación mía, pues es verdad que ante las dificultades propias me he vuelto más empático hacia los demás y comprendo mejor sus problemas, con lo cual es cierto que suelo ser mejor receptor de confesiones ajenas de lo que era antes de mi estado depresivo.
O sea, que no hay mal que por bien no venga, aunque esto de la depresión sea un mal en sí mismo y que hay que combatir con todos los elementos que se pueda.