Él sabe que hoy es un día especial, que papá está en casa y le quiere llevar a algún sitio. Me mira intentado escudriñar la causa de mi presencia y dónde le voy a llevar.
Nos arreglamos, comenzamos el camino, él me da la mano tranquila y confiadamente, pero, él sabe que algo raro está apunto de pasar e intuye que no es algo agradable. Confía en mí, camina a mi lado, sin dejar de mirarme. Nos montamos en el coche y pone su música, va feliz pero sorprendido, expectante. Cuando se da cuanta de que estamos dirigiéndonos al hospital, mi mira con pena, me pregunta con los ojos pero, ¿dónde me llevas? Yo no quiero ir al médico.
Aparcamos y su mano no deja de unirse a la mía, su mirada no puede ser más de resignación, pero sigue mi camino. En un momento dado, sin dejar de caminar a mi lado, sin soltarse de mi mano, viendo que nos acercamos a la consulta comenzó, penosamente, muy bajito a decir "no, no, no".
Nos paramos en la puerta de la consulta y la médica nos recibió, en ese momento él apretó su mano a la mía, me miró con angustia, desesperación y confianza, pero nuevamente dijo bajito "no, no, no"
Le expliqué que estaba enfermo y le tenían que sacar sangre, la médica, con una delicadeza especial, le intentó informar de lo mismo que yo, pero en su caso, él se apartaba de ella para echarse en mis brazos.
Cuando yo se lo pedí, se alzó la manga de la camisa, vio venir la jeringuilla y, cuando yo se lo pedí, estiró el brazo, cerró el puño y dejaba hacer a la enfermera, si bien, cuando la aguja se acercó a su brazo, lo retiró, y con angustia en su mirada se negó a ser pinchado. Esto lo repetimos varias veces, incluso sujetándole, pero ya tenía mucha fuerza y, pese a que confiaba en mi, a que haría lo que le pidiese, el miedo era muy superior a sus fuerzas.... No era posible.
En una de esas conversaciones depuradoras que mantenía con D. Rafael, sacerdote del que hace años no volví a saber de él, para mi desgracia, estuvimos dándole vueltas a la imagen de confianza, de amor sincero, de seguimiento que él tenía conmigo, por más que el miedo le atenazara, pero esa fe en mí, le permitía llegar hasta donde el pavor le consentía, de forma que él suponía, esperaba, confiaba en que todo lo que yo le quería hacer o quería que le hiciesen era por su bien, para curarse, pero al final, el temor a la aguja, le superaba. Pues bien, esa es la confianza, la fe que debemos de tener con nuestro padre Dios, aunque sea normal que cuando nos acerquemos a duros momentos, o finales, el miedo nos nuble y actuemos humanamente.
La conclusión es, para mí, vital, somos los hijos autistas de Dios, de ese que nos quiere, nos hace hijos, nos iguala a él, nos permite la libertad, nos guía por caminos favorables siendo nosotros los que los seguimos o no, él quiere lo mejor para nosotros, por más que no entendemos, no podemos, qué es lo mejor para nosotros y, en menor medida si cabe, lo que él espera de cada uno de nosotros, nuestro trastorno autista nos impide la conexión adecuada con él, pero sabemos que nos quiere, que sólo desea lo mejor y que el miedo es normal, todos lo tenemos.
En estos días del Corpus Christi, en los que recordamos la unión de Dios y los hombres en la eucaristía, en la que se produce mediante una presencia plena de cuerpo y sangre, 60 días después de su resurrección, es el mejor momento para que reconsideremos nuestra condición de autistas, pero hijos del mejor de los padres.
Si yo padre humano solo busco lo mejor para mis hijos, por más que no comprendan o entiendan mi actuación, cómo no será mucho más difícil de entender para mí lo que desea Dios, pero a buen seguro me será mucho más beneficioso lo que Él quiera.