Hoy despierto, abro mi balcón y oigo lamentos. Me asomo con cierta curiosidad y desasosiego y, con un respiro de tranquilidad, me doy cuenta de que se trata de aullidos de unos perros que, descuidados seguramente por su amo que los tiene encerrados, reclaman atención y comida. Con esta idea me refugio en mi pensamiento y me viene a la mente esa extendida idea de que este mundo es un "valle de lágrimas" y debo concluir que el mundo no es una morada de lamento porque así se haya hecho, sino porque la hemos hecho así; la estamos haciendo un valle de lamentaciones porque no somos capaces de ser hombres para el bien. Lo queremos todo, somos egoístas, estamos atrofiados por ese afán ancestral, desde el comienzo de los tiempos, de querer ser como Dios. Y cuando Dios no se hace presente en nuestra vida como figura suprema a superar, nos inventamos ídolos supremos para acercarnos a ellos, no para imitar sus bondades, sino para quitarles el puesto; sobreponernos a ellos como una meta fruto de nuestro orgullo de seres incapaces de llenar la vida con lo mejor de nosotros. Una vez y otra, el hombre, sobre todo el mediocre, hace de su existencia para amar, una existencia para la nada, porque de todo esto nada se saca que supere la transitoriedad de la vida. Vives para dejar lo vivido en esta plataforma de lanzamiento.
Transitoriedad de la vida, inutilidad de esfuerzo. Todo para la nada. Estamos equivocados y no queremos rectificar. Tropezamos una y mil veces y no nos damos cuenta de que rectificar nuestra conducta, no solo es de sabios, sino que es bastante más fácil de lo que pensamos. Bueno, mejor de lo que creemos, porque si realmente el pensamiento libre, mi razón transparente, ejerciera la gran tarea de regir nuestros actos, la dirección que habríamos tomado en este mundo sería otra.
¿Quién puede pensar que un hombre sabio utiliza una sabiduría para destruirse él y sus congéneres? Nadie. ¿Entonces...? ¿Qué le ha pasado al hombre? Que no tiene en sus manos el destino, que se ha abandonado a la suerte de lo que le nubla la visión. Ya no es él, se ha dejado conducir por la irracionalidad. El orgullo y la soberbia le dirigen. Queremos perdurar y sabemos que es imposible, por eso nos agarramos a las ansias de infinitud, de querer ser para siempre y desbordamos estas ansias de permanencia en el orgullo de querer ser como Dios, como el que más; no hay tregua.
En ese momento el barco de su vida pierde el timón y los cantos de las sirenas le atraen al peligroso arrecife de la destrucción. Pueden más la belleza traicionera de las melodías que la serenidad de un mar apacible que permite vivir una vida con la intensidad de la razón. Es cierto, somos tan frágiles que nos llama más la atención el chocar de las olas contra el arrecife que la firmeza de una existencia apacible movida por la reflexión. Nos atrae ese riesgo inmediato porque creemos sentirnos capaces de dominar la situación. Nuestra prepotencia y el creernos como Dios nos hace enfrentarnos a los aparentes riesgos de la vida, despreciando y no teniendo en cuenta que el auténtico riesgo que estamos corriendo es perder la nuestra. No se trata de morir en el intento por superar los golpes del mar, que de estos hay muchos en la vida, sino de pasar por este mundo viviendo la auténtica existencia. Que seamos los pilotos de la nave de la mayor realidad que tenemos en nuestras manos: la vida. Que el timón no nos lo lleven las atrayentes e irresistibles melodías de las sirenas que nos conducen al arrecife escabroso y peligroso que destroza nuestra nave de la vida y nos abandona a una existencia de ida y vuelta con la marea chocando contra las piedras o, en el mejor de los casos, abandonados en la playa cuan guiñapo maltratado por el mar. Dejarnos llevar por una existencia de ficción, en la que nos inventamos dioses a los que adoramos reverencialmente, a los que hacemos aparecer y desaparecer según nos interesen sus propuestas, a los que suplantamos cuando nos estorban para nuestros anhelos, podemos caer en una existencia de ficción, hologramas de placer, riquezas opacas, en la que la vida de la auténtica condición del hombre ha sido suplantada por su negación. Al final de la carrera, tiempo perdido.