Los Gobiernos suelen presumir de la cantidad de leyes que se aprueban durante su mandato, como si gobernar fuese una carrera de acumulación de normas y no de su mejor justicia y mayor cumplimiento. Concretamente, con Sánchez en el poder llevamos 70 leyes aprobadas, todo un récord.
En esa competición por ver quién saca adelante más normas no importa ni su contenido ni su observancia, pues muchas veces entran en vigor normas contradictorias con otras anteriores y en bastantes ocasiones antes incluso de que las primeras hayan sido siquiera sustanciadas.
Eso de legislar muchas veces se convierte en un juego de trileros. Mírese, si no, la norma de la enseñanza de un 25% en castellano en las escuelas catalanas que, pese a la sentencia en ese sentido del Tribunal Supremo viene luego una disposición del Parlament de Cataluña y la convierte en papel mojado.
Otras veces la contradicción se produce entre una normativa aprobada con todas las de la ley y otra de igual rango. El ejemplo más evidente y actual lo tenemos en las medidas para ahorrar energía, que establecen un mínimo de 27 grados en los aires acondicionados en verano, cuando la legislación laboral la fija en 25 para defensa de los derechos de los trabajadores.
O sea, que esto de legislar se convierte en un enredo. Cuando no es la propia ley la que se contradice con otra, la dificultad para poder cumplirla estriba en su letra pequeña. Como pasa en el subsidio del bono joven. El otro día en un periódico nacional varios adolescentes argüían que era más fácil sacar el bachillerato que conseguir el bono de marras.
Para colmo, sorprende que con tanta proliferación legislativa no se fijen normas de control y seguridad como la de que haya revisor en todos los trenes y de esa forma se hubiesen podido paliar rápidamente accidentes como el del convoy del incendio de Bejís.
En resumen, que menos presumir del número de leyes y sí hacerlo en cambio de su adecuación, su racionalidad y, sobre todo, su debido cumplimiento.