La guerra en Ucrania ya no es la de los omnipresentes anuncios de Save the Children en cada vídeo de Youtube, ni la de los niños solos cruzando la frontera con Polonia o Rumanía. Ahora es la guerra de la calefacción en Europa el próximo invierno.
Ya no es la misma guerra de las fosas comunes, de la matanza de Bucha, de la mano de un padre que sostiene la de un hijo que yace en la calle, las mujeres llorando entre las ruinas de un hospital, los ancianos escondidos bajo tierra en lugares húmedos y sin ventilación, los niños que se han acostumbrado al sonido de las sirenas y de las detonaciones desde una colchoneta tirada en el suelo con sus estómagos vacíos.
Putin ha conseguido uno de los principales objetivos de cualquier criminal: deshumanizar la guerra alargando un conflicto que ya sólo interesa a los que intentan que las Bolsas no se derrumben y a quienes siguen sin llegarles los fertilizantes para sus cultivos.
Los del 'no a la guerra' asomaron el flequillo un instante con lo de Ucrania para desaparecer rápidamente. Ahora se lo cortan en TikTok y en Twitter para luchar contra el régimen islámico de Irán. Europa entera demostrando a sus enemigos que estamos preparados para quien quiera entrar y acabar con Versalles, El Prado, las cañas, las minifaldas, los homosexuales, el punk, la Barceloneta, los botellines de Mahou y con Verdi en el Teatro Real.
El horror ha viajado por los medios de comunicación hasta que nos hemos cansado. La barbarie a unos miles de kilómetros de las puertas de un Gucci en Madrid, desaparece con un Real Madrid-Barça y con un padre intentando llegar a fin de mes.
Se evapora con el nacimiento de un hijo, una entrevista de trabajo, el balanceo de un niño en un columpio, un nuevo amor y una comida en el Vip's. Como si ya nadie pidiera auxilio desde el otro lado.
La misma barbarie que nos emocionó en Mariúpol, hoy queda lejos porque allí ya apenas queda nadie y porque hay que seguir viviendo. Y la guerra se convierte en un episodio más que añadir a los libros de Historia, mientras todo sucede. Como ocurrió en Bosnia.
Casi 30.000 muertos a las puertas de la Europa de Rosalía y Eurovisión. A las puertas de la Europa de los dos millones de euros en campañas para que los hombres se animen a ser blandengues mientras allí la única opción para sobrevivir es ser fuerte.
Una de las niñas que pudieron llegar hasta España con su madre se llama Zlata. Tiene siete años y la mirada un poco fija. Como la de quien no se atreve a pestañear por si fuera a pasar algo.
Llegó hace siete meses con esa cara de adultos que se les pone a los niños de la guerra. Como si su pelo rubio viniera de una época en blanco y negro donde moría la gente. Como si la gente no muriera en las guerras ahora.
Acude cada día a un colegio de la ciudad y aprende rápido español. Con la agilidad y determinación de quien sabe que no existe alternativa. La necesidad es siempre esa escoba que barre la hojarasca de la excusa en tiempos de escasez.
Cuando llegó la fiesta de fin de curso, los niños de la clase de Zlata acudieron al patio porque el colegio había organizado una fiesta con cañones de esos que lanzan espuma como de la de lavar los platos.
Zlata se lavó aquel día entre el jolgorio de la inocencia y la abundancia, la tristeza de una niña que cada día reza por su padre. En España vive con su hermana y su madre. A veces logran hablar con él por teléfono. Aún.
Todos los niños iban el día de la fiesta del colegio con ropa de cambio en pleno mes de junio, por si se enfriaban; gafas de buceo para los ojos y zapato cerrado para no lastimar sus pies.
Las madres atendían constantemente a sus hijos como si fueran a perderlos mar adentro, con esa sobreprotección que castiga a occidente a una debilidad torpe e innecesaria.
Zlata no llevaba gafas, ni chanclas ni ropa de cambio. A Zlata no se le metía espuma en los ojos ni tenía frío. Tampoco se hacía daño en los pies. Llevaba las mismas playeras infantiles con las que había ido aquella mañana al colegio. Las mismas que llevaría al día siguiente después. Unas playeras de colores devolviéndole la inocencia a una niña que ya ha enterrado su vida una vez con sólo siete años.
Las bombas en Ucrania son ya menos bombas aquí después de ocho meses. Algunas de sus ciudades son hoy camposantos llenos de civiles que no pudieron llegar a tiempo al mismo tren que Zlata.
Le pregunto a su madre si necesitan ropa o dinero, mochilas para el colegio o zapatos nuevos; un café, mantas o abrigos para el invierno. "No necesitamos nada", responde agradecida.
La solidaridad del barrio donde vive les colmó de lo poco que necesitaban. Porque Zlata sólo necesitaba huir de la muerte. Y ya está en casa.
Hoy cumple ocho años.