Desplumar al ganso sin que grazne. En esto consiste la recaudación artística de impuestos según la singular concepción de Jean-Baptiste Colbert, importante político francés del siglo XVIII.
En contraposición a ella, estaría la imposición de tributos no artística, o sea, la tosca o chapucera, que es la de Yolanda Díaz y, en general, la de sus colegas de Podemos. Y Pedro Sánchez ha tenido que aceptar el trágala porque está en juego su supervivencia en La Moncloa.
El Gobierno se ha propuesto para 2023 lo que algunos han dado en llamar auténtico ‘festín recaudatorio’, que, en contra de la máxima de Colbert, está haciendo graznar con pavor a la piara de gansos, o sea, a empresas, clase media, etcétera.
La sabiduría suele estar en la moderación y el equilibrio, palabras por desgracia poco frecuentes en el vocabulario radical de los españoles. Aquí nos gustan más los extremos. Existimos solo si hay un enemigo enfrente: el Barça contra el Madrid, liberales contra absolutistas, republicanos contra monárquicos, izquierdas contra derechas… O sea, la imagen mil veces repetida del duelo a garrotazos de Goya. Parece que si no tenemos a alguien a quien dar mamporros dudamos de nuestra propia existencia.
En materia de impuestos estamos en esa senda. El mundo brinda dos modelos económicos contrapuestos: el capitalismo y el comunismo. La experiencia dice que ninguno de los dos es bueno. Se ve en Estados Unidos, donde la riqueza fastuosa y la miseria extrema, tercermundista incluso, coexisten con una naturalidad sorprendente.
El comunismo es todavía peor. Con el señuelo de un falso igualitarismo, cercena la libertad del individuo. Y en lo económico acaba sumiendo a las sociedades que lo padecen en una pobreza general desgarradora. Eso sí, a excepción de las élites -la nomenclatura-, que ejemplifican la única desigualdad.
La Unión Soviética se desintegró sobre todo por el desastre económico interno. La revolución castrista en Cuba, que inicialmente enarboló la bandera de la lucha contra la dictadura sanguinaria de Batista, se echó enseguida en brazos del comunismo y el estado se adueñó de todos los medios de producción de la isla para poner en marcha una economía colectivista.
Las consecuencias han sido devastadoras: miles de cubanos huyen de la situación miserable del país, cuyos dirigentes son incapaces de proporcionar a la población los bienes más básicos. No es algo coyuntural ni un mal que se deba al manoseado bloqueo norteamericano. La economía cubana ha sido una calamidad desde el principio, desde el mismo momento en que los hermanos Castro se hicieron con el poder. El sueño revolucionario de la igualdad lo han conseguido, sí, pero igualando al pueblo en una miseria vergonzosa. La única desigualdad es la de los dirigentes, sus familiares y círculos más próximos.
En algunos momentos parecía otra cosa, que el comunismo era la solución, pero se trataba solo de un espejismo pasajero. Las ayudas de la URSS, China y otros países comunistas ocultaban la pésima gestión de la economía cubana. Cuando la Unión Soviética cayó, cuando China y luego Rusia se desengañaron de financiar gratuitamente la manutención de la isla, la frágil burbuja de prosperidad estalló.
El caso chino es la rara excepción. Un país comunista, incapaz de satisfacer las necesidades de su población con el colectivismo, encuentra la solución a la miseria y el atraso implantando en su economía el capitalismo más radical. El pragmatismo del gato blanco, gato negro de Deng Xiaoping, de desconocidas consecuencias futuras.
Lo sensato es dar con el punto de equilibrio más adecuado al momento. Los países europeos han apostado por modelos económicos intermedios, como la socialdemocracia o el liberalismo. La libertad individual y económica y el estado no son incompatibles, sino complementarios.
La libertad individual crea riqueza. Luego el estado la redistribuye mediante los impuestos y mantiene una serie de servicios públicos básicos que redundan en calidad de vida para todos los ciudadanos. Si ponemos rumbo hacia el extremo capitalista hablaríamos de liberalismo; si la dirección es hacia el polo del comunismo estaríamos ante la socialdemocracia.
Los impuestos, por tanto, son necesarios en cualquier país desarrollado. El problema es que se rompa el equilibrio. El Gobierno, azuzado por Podemos, está al borde de hacerlo. Pretende aprobar, casi manu militari, para 2023 unos presupuestos demasiado complacientes en el gasto y penaliza a familias y empresas en los impuestos para que los ingresos estén a la altura del dispendio que se pretende. Todo con el horizonte interesado de las elecciones municipales de mayo del año próximo y de las generales.
Cuando se crean estados mastodónticos, la desgracia está asegurada. Estados insaciables que cada año necesitan más y más dinero para financiarse, en detrimento de la esfera privada, que cada vez dispone de menos recursos y más trabas para crear riqueza, que es la base del bienestar general.
Sorprende que nunca escuchemos a nuestros gobernantes decir que hay que reducir gastos, que hay que adelgazar en lo posible el estado, que los estados sobredimensionados acaban fagocitándolo todo, creando una burocracia insufrible y empobreciendo a los ciudadanos.
En vez de austeridad, lo que proponen siempre es apropiarse del dinero de la gente, escudándose en ideas buenistas y de justicia social, para ocuparse ellos de repartirlo, supuestamente entre los más necesitados. Y ya sabemos quiénes son los primeros en beneficiarse, claro.
El ideal económico de Podemos es el comunismo. Uno tiene la impresión de que, desde que los morados están en el Gobierno, cada año nos volvemos un poco más comunistas en lo económico. Los presupuestos para 2023 son el claro ejemplo: más dinero para el estado, menos dinero para el individuo. Visto lo que pasó en la URSS y luego en Cuba, mal camino.
O sea, ni lo que pretendía Liz Truss en Gran Bretaña ni la receta manirrota y opresiva por la que nos pretenden despeñar Pedro Sánchez y sus socios de gobierno. Nuestro eterno problema de falta de moderación y equilibrio, ay.