Qué alegría he sentido hoy al empujar las hojas de mi balcón y escuchar un sonido distinto, diferente al de todos los días. Del fondo de la calle se oía a un hombre cantar. Con fuerte garganta entonaba una canción que no pude descifrar, pero que daba la impresión de que respondía al estado anímico eufórico de esa persona. Me asomé para ver de quién se trataba y, exactamente, era un hombre, de mediana edad, fuerte, un tanto abrigado para el tiempo en el que nos encontramos, aunque la mañana estaba fresca. Movía la cabeza de un lado a otro como queriendo proclamar su estado en todas las direcciones. Miraba a su derecha y cantaba con una fuerza inusitada, la rotaba a su izquierda y el chorro de voz era, aún si cabe, más intenso.
Cantaba como buscando un interlocutor que lo escuchase y a quién dirigir su melodía. Nadie había a su alrededor y, sin embargo, buscaba y buscaba impacientemente. Avanzaba dos pasos y retrocedía otros dos, escudriñaba el horizonte, elevaba su vista al cielo y a los edificios que le rodeaba como esperando un aplauso de los asistentes. De vez en cuanto permanecía unos instantes quieto, parado, mirando al suelo, como cogiendo nuevas fuerzas. De repente algo despertó en mí la sospecha, inició una marcha rápida, casi corriendo en dirección opuesta a donde estaba moviendo desesperadamente la cabeza y comenzó a hablar en alto. No había interlocutores visibles, pero él hablaba y hablaba. Se dirigía a ellos con una intensidad convincente y entre su conversación nada inteligible, solo pude descifrar dos expresiones aisladas: "no me entendéis" y "no pensáis más allá de vuestras narices".
Comprendí inmediatamente que no solo los personajes a los que se dirigía insistentemente eran una ficción de su mente, probablemente fruto de algunos desencuentros con ellos, sino que, además, sufría de alguna paranoia inconfesable. Me entristecí, porque lo que parecía en un primer momento producto de un estado de alegría incontenida, de expresión de una existencia vivida con pasión, se convirtió en un desencuentro consigo mismo. Su mente le estaba jugando una mala pasada.
Sin embargo, mientras observaba su deambular por la calle y desaparecía al fondo de la misma, pude rescatar para la razón dos o tres cuestiones que me llamaron la atención. Hablaba como riñendo al mundo y tenía razón. Insistía en que no le entendían porque la gente no pensaba más allá de sus narices. Y, desde su sin-razón, tenía razón. Había acertado en el diagnóstico de un mundo anoréxico de reflexión. Reivindicaba su posición profética, anunciadora y desveladora de un mundo en franca recesión intelectual, y se quejaba de que no le entendíamos. Gritaba a un mundo ciego, insulso, anodino, atrofiado que limitaba su pensamiento a las narices, a lo inmediato, a lo presente, a lo que está tan delante de nosotros que no nos deja ver el más allá. Un mundo de la inmediatez insensible a lo transcendental. Y por eso se enfadaba y levantaba su voz con el desasosiego del que anuncia el porvenir y nadie le hace caso. Su desesperación le llevaba a romper esa angustia e iniciar, de vez en cuando, con la fuerza que da un cambio eufórico de ánimo, una nueva canción.
En mi interior hice un breve ejercicio reflexivo y, como en un examen de conciencia, rescaté aquello que San Alberto Magno solía decir que debía hacer un científico: observar, describir y clasificar. Observé un mundo que me rodea y percibí un sinfín de contradicciones. Las fui describiendo y descubrí una abrumadora ausencia de matices éticos. Las quise clasificar y no pude por menos que hablar de traición, inmoralidad, ambición, lucha, poder, egoísmo, insensibilidad. Hemos convertido el mundo en esa “voluntad de poder” por la que nos da lo mismo afirmar o negar la misma cosa en sucesivos segundos. Lo que prometimos ayer, hoy no sirve. Lo que juramos y perjuramos hoy, mañana no tiene sentido. Nos vendemos por un plato de lentejas o por una silla de poder. Pactamos con el “diablo” con tal de aferrarnos a la poltrona o a nuestro “modus vivendi” porque nada nos ofrece la vida fuera de ese mundo o nada sabemos hacer fuera de ello. Además, y para colmo de la desdicha, nos creemos tener una función mesiánica en cada cosa que hacemos. Todo por salvar al hombre, al desprotegido ciudadano.
Con el fondo de la canción que seguía cantando mi personal protagonista, deserté nuevamente a la realidad para llegar a la conclusión de que el hombre ha abandonado el verdadero sentido de la existencia y lo ha cambiado por el poder.
Lo triste de todo esto es que tengamos que abandonar la cordura para entonar canciones de desesperación y reñir al mundo porque se ha traicionado a sí mismo.