Empezamos 2023 con una guerra de agresión en el centro de Europa que no va a menos sino a más, con un horizonte de nunca acabar. Los últimos movimientos de Putin así lo demuestran, queriendo involucrar a Bielorrusia en la destrucción de la Ucrania democrática.
No se trata sólo de los horrores de la guerra, para quienes la padecen, pues sus secuelas, empalmando con las de una pandemia de Covid aún no resuelta, están llevando al desabastecimiento, la inflación y la penuria de gran parte de la población. No tenemos más que comprobar los movimientos huelguísticos y callejeros en Gran Bretaña o Francia para ratificarlo.
Si el año en la Europa democrática viene duro, no lo es menos en una España que ha empezado su descomposición institucional, a golpe de leyes que limitan los poderes del Estado, intentan suprimir la separación entre ellos y entregan el gobierno de la nación a quienes intentan romperla.
Nunca antes, en estos cuarenta últimos años, la vida pública había estado tan tensionada, con insultos de una a otra bancada de las Cortes, de golpista, inconstitucional, antidemocrática y fascista, en un relato que le viene de perlas a una izquierda que presume de ser la guardiana de la Constitución frente al presunto obstruccionismo de la derecha.
Pero es que el asunto no sólo se desinfla, sino que va a más, Ya hay voces significadas entre la izquierda que reclaman desobedecer las resoluciones judiciales que no les convienen y que han llegado a decir que si en las elecciones de 2023 gana la derecha "volveremos a 1978", es decir, a una situación preconstitucional que justificaría todo tipo de violencias callejeras.
He aquí, pues, la importancia de un año que he denominado funesto porque sus resultados, para nuestro bienestar y nuestra convivencia pueden resultar catastróficos.