Una vez más las hojas de mi balcón se abren a la realidad para poderla contemplar cuan escena de un patio de comedias en la que cada personaje representa las distintas condiciones del ser humano. Repaso uno a uno los modos de ser de cada uno de los hombres y mujeres que aparecen en la escena de la vida y me hacen reflexionar sobre las diferentes manifestaciones que tienen de existir. Observo, también, cómo cada cual muestra su pertenencia a un grupo u otro dependiendo de conductas, intereses, modos de ser o maneras de pensar. Compruebo que hay una gran mayoría que componen el grupo de la llamada “buena gente” o “gente de bien”. Ciudadanos que se esfuerzan por llevar una vida honesta, trabajadores, cumplidores de sus deberes cívicos, cuya máxima preocupación es ser felices y hacer felices a los demás. Viven al margen de las disputas estériles que sólo llevan a enfrentamientos cainitas. Pero también estoy comprobando otro modelo de personas, a las que no me atrevo a llamar "gente de mal", pues no soy yo quien tenga que juzgar, pero que sí puedo percibir una característica común presente en todos ellos: la ingratitud.
Y sin ningún deseo de separar unos de otros, ni de enfrentar a nadie, me viene a la cabeza la necesidad de reflexionar sobre la ausencia de la cualidad, sentimiento o actitud de reconocimiento de un beneficio que ha sido recibido que es la gratitud. Esta ausencia convierte al hombre en un ser ingrato. No sabemos agradecer todo el bien que nos rodea y que nos ha sido dado gratuitamente, empezando por la Vida. Una vida que despreciamos cuando por nuestra arrogancia, envidia o rencor, se la arrebatamos a otros en las distintas maneras que el hombre se inventa para alcanzar ese objetivo. Somos ingratos cuando matamos ilusiones, cuando robamos la felicidad de los demás, cuando maltratamos sus vidas y violentamos sus intereses. Somos ingratos con la vida cuando se la quitamos por odio y rencor en una guerra, en una disputa o en cualquier conflicto. Cuando por egoísmo, por arrogancia y por creernos poseedores de ella, permitimos que ni siquiera los más débiles la puedan llegar a disfrutar. Se la arrebatamos antes de tiempo o se la quitamos en el ocaso. La ingratitud ante la vida se nos ha instalado en nuestros comportamientos.
Pero esta manera de comportarse del hombre no se limita a la vida, sino que se extiende también a la propia Naturaleza. Somos desagradecidos a los bienes que nos brinda porque somos tan egoístas que nos la apropiamos en exclusividad para sangrarla, exprimirla en nuestro beneficio personal. No entendemos que se nos ha sido dada para disfrutarla todos, no para aprovecharse unos pocos de ella. La maltratamos y la explotamos con el consiguiente resultado nefasto para su supervivencia.
Pero el hombre es ingrato también con sus semejantes, con aquellos que le hacen un favor, que le ayudan o que, simplemente, piensan en él. Nos sentimos incapaces de agradecer el trabajo de aquellos que se esfuerzan por mejorar la vida de los demás, por los que entregan su vida en beneficio de todos.
Y en este repaso por esa común actitud del hombre de hoy percibo la decadencia de las culturas en las que la ingratitud se adueña de la forma de ser de sus ciudadanos. La autosuficiencia que envuelve al hombre de hoy es síntoma del egoísmo. Perdemos nuestra capacidad de ser "individuo" para convertirnos en "masa" renunciando a la existencia personal, porque hemos olvidado pensar, reflexionar y recurrir a nuestras dotes racionales. La frase de Descartes "pienso, luego existo" hace patente la necesidad de tener en activo nuestra capacidad reflexiva porque, de lo contrario, corre peligro la propia existencia.
La ingratitud, como grave defecto común de la sociedad, manifiesta la existencia de un hombre egoísta, autosuficiente, engreído, arrogante, rencoroso, envidioso, mentiroso, que menosprecia a los demás. En definitiva, una sociedad repleta de ingratos es una sociedad en decadencia.