Cuando vine al mundo, vine mujer de serie, desde el vientre materno. Más o menos como nacíamos casi todos hace unos años, con toda una vida por delante para conocernos y encontrar nuestro camino. Nací mujer, sin más. Toda una vulgaridad, vista la carta de posibilidades que ofrece la sociedad española del siglo XXI, donde la sola voluntad basta para acudir al registro y cambiar de sexo como quien se cambia de ropa cada mañana.
Una sociedad que presume de progresista y se convierte, cada día más, en controladora de todo aquel que no comulga con sus postulados, cada vez más extremistas y alejados de la realidad. Una sociedad que al que no pasa por el aro lo convierte en fascista o afectado por alguna fobia. Y no, no es transfobia lo que lleva a muchas mujeres deportistas a no querer medirse en competición con hombres que se sienten mujeres, que pulverizan los récords que con tanto sacrificio han ido superando. Yo tampoco lo haría, me sentiría estafada. No es transfobia denunciar la barbaridad que supone mutilar a niños y niñas que ni siquiera han finalizado su desarrollo.
Siendo niña, más de una vez dije que quería ser niño sólo para poder salir en las procesiones o cargar en un paso, como hacían mis hermanos. Eran años en que la presencia femenina estaba muy restringida en determinados ámbitos, aunque finalmente el sentido común y la evolución de la propia sociedad abrieron las puertas. Quién sabe qué hubiera ocurrido de poder solucionarlo con sólo ir al Registro. Después, con la edad, con la madurez, me embarqué en la maravillosa aventura de ser mujer y no morir en el intento, en reivindicar el lado femenino, mágico y misterioso de la vida. Es lo que soy, es lo que late.
No es transfobia, si no un profundo respeto por los auténticos casos de disforia de sexo -he vivido un par de ellos muy cercanos-, denunciar que esta ley confunde churras con merinas y resta importancia, prioridad, atención, a quienes realmente viven apresados en un cuerpo que no les corresponde. Es reducir al capricho su sufrimiento, su dolor, su no saber dónde están. No es transfobia tampoco creer que es delirante que baste la voluntad para cambiar de sexo en el registro civil, como están haciendo algunos deportistas e influencers para demostrar las trampas de esta ley que tira por tierra tanto esfuerzo femenino. Tampoco sería transfobia, sino otro disparate, aplicar el mismo rasero, exigir la sola voluntad para cumplir cada deseo de lo que queramos ser y convertirlo en ley en pos de una pretendida igualdad.
El calendario dice que hoy cierro una vuelta más al sol, y ya pasan cuatro de cincuenta. Una edad que queda en un limbo en cuanto a prestaciones que sí benefician a otros colectivos o segmentos. Si algún día me siento especialmente joven -la edad sólo existe en la cabeza-, podría solicitar las ventajas del Carné Joven para disfrutar de más de 60.000 descuentos en comercios, actividades deportivas, transporte o viajes en España y Europa. Lo mismo podría regularse para esos días en los que parece que el mundo te pesa sobre los hombros, que hasta las pestañas pesan como el plomo, y estudiar las ventajas de los carnés de pensionistas, las tarjetas oro o recetas de la Seguridad Social.
Vine mujer de serie y nunca traje hijos al mundo, pero podría sentirme madre o padre de familia numerosa; podría también reivindicarme como mujer blanca con espíritu de hombre negro o como trabajadora autónoma que se siente funcionaria, reclamar cada mes una nómina y dejar de ser una paganini más entre todos los autónomos que en el mundo somos. Pura fantasía que, si por voluntad fuese, podría ser la realidad.
Ser o no ser, sentirse o no sentirse. A voluntad. Esa es la cuestión.