Comienza de forma oficial el verano y con él regresan los pasajes más bonitos de la infancia, tantas cosas que guardamos en la mochila de la memoria que nos recuerdan que hemos sido felices. Indefectiblemente el verano es el rincón donde almacenamos los juegos, las noches sin horas, los días sin prisa, los atardeceres mágicos, los primeros besos.
Es el olor a limpio de las aguas del Lago de Sanabria, la sombra cárdena de sus montañas al caer el sol. Es la pequeña huella de mi pie en la arena, las cangrejeras llenas de piedrecitas en el agua nítida, las marcas de moreno en la espalda, el olor a la Nivea de caja azul cuando no necesitábamos más protección que la de un gorrito de lona y unas buenas manos de crema. Los de mis hermanos eran vaqueros, el mío de cuadritos rosas con pompón, pero ni por esas me libraba de ser el más muchachote de los tres. Aquellos gorritos casi de bebé, reliquias de los primeros veranos, de los primeros pasos por la vida, veranos eternos desde esta atalaya de los cincuenta y alguno. Cuánto vértigo a veces.
Es el jabón Lagarto contra las tejas de madera en la desembocadura del Tera, donde lavaban las mujeres para blanquear después las sábanas tendidas al sol; el cántico de la cigarra y de los grillos, el zumbido de las abejas, el elegante aleteo de las mariposas sobre la hierba, el colorido de las toallas, la tenue luz de las luciérnagas como un pequeño ejército de estrellas al caer la noche. Es la luna inmensa convirtiendo en plata las aguas; la espiga tornándose en oro, doblándose en la tarde; el girasol danzando, el perfume del heno y la cebada, el surco reseco, tanto sudor de los hombres y mujeres de mi tierra, la explosión de un tomate maduro en la boca.
Es el crujido de pequeñas manzanas verdes entre los dientes, recién cogidas; el perfume de los tilos y la madreselva; los atardeceres encendidos, naranjas, imposibles, en brasa; la piedra románica incandescente abrazada por el sol último de cada tarde, las campanadas de las siete, el aleteo de las palomas de la torre.
La alegría, la vida que regresa a los pueblos del olvido. Las casas abiertas, las persianas subidas, los campeonatos de mus, las queimadas bajo las estrellas. La siesta perezosa del mastín en mitad de la carretera, las hortensias de Paca, las frías y negras aguas de la Poza, el cine al aire libre, la música de las gaitas, las yuntas de los bueyes regresando de los mederos, las partidas de continental en la sobremesa, los cuadernos de ejercicios que nunca terminábamos.
El verano es el último reducto de tanta felicidad vivida, tanta inocencia desandada, tanta despreocupación en un mundo que nos venía grande sin saberlo. No sé si será este sol el mismo que ilumine a nuevos niños, el que pinte de amarillo y eterno sus juegos, sus primeras brazadas en el agua, el olor a cloro, el suavizante en el pelo, el asfalto derretido bajo las zapatillas de cordón, aquellas bambas que calzábamos todos los niños, el bote-botero después de la merienda, las historias de mayores a la luz de una hoguera. Qué distinto todo.
Sé bienvenido, querido verano, por todo lo que nos devuelves.