A unos el pasaje les costó un cuarto de millón de dólares; a otros, una cantidad también imposible para sus bolsillos vacíos y la vergüenza y la indignidad de ser tratados como fardos, como carne con ojos, por las mafias que trafican con inmigrantes y los echan a la mar a la búsqueda del paraíso.
Ninguno, unos y otros, sabían que su tarjeta de embarque tenía el mismo destino, tanto silencio, la nada. Que el agua infinita de los océanos haría tabla rasa borrando, lavando cualquier diferencianentre unos y otros a la hora de morir. A unos los buscaban, a otros no. Pero ya no son; ninguno es.
Los millonarios pasajeros del Titan, el tristemente famoso sumergible que acrecienta la leyenda de la maldición del Titanic más de un siglo después de su hundimiento, descendían bajo las aguas a profundidades imposibles con la ilusión de hacerse una foto junto al pecio más famoso de la historia, el insumergible transatlántico de lujo que duerme para siempre en el fondo del mar, a casi cuatro mil metros de distancia de la superficie, el aire, aquella última luna de hielo que vieron sus infortunados pasajeros.
Los otros, los parias de la tierra, surcaban las aguas mediterráneas hacinados en un cascarón de nuez soñando con una vida mejor, con ese supuesto paraíso en los mundos de primera que tantas veces se les niega una vez que pisan tierra firme.
A los unos les movía la aventura, supongo que también ese pequeño gran ego de poder hacer algo que el resto de mortales no alcanzaríamos ni a imaginar; la seducción del poder, que es más fuerte que la del dinero. A los otros les movía el instinto de supervivencia, escapar del infierno de los países pobres. Qué mujer con un hijo en el vientre o en brazos se embarcaría en esa travesía si no fuese buscando un futuro ni siquiera mejor; simplemente un futuro, escapando de la tierra sin futuro.
Mientras el mundo contenía la respiración a la búsqueda del Titán, centenares de inmigrantes perdían la vida en el Mediterráneo pasando a engrosar esas listas que, a fuerza de repetidas, terminan convirtiéndose en números, en meras estadísticas de la muerte, de los sueños rotos. Recuerdo haber vivido en carne propia ese horror, ese dolor de ver cómo el mar devolvía cuerpos oscuros a la arena, en los años que viví al pie del mar en Cádiz. Oscuros como el ébano africano, como las noches sin luna de los naufragios; desnudos, descalzos, sin cláusulas ni seguros millonarios que movilicen por tierra, mar y aire los efectivos necesarios para dirimir la tragedia, para recuperarlos, para reivindicarlos.
Desde distintos puertos unos y otros llegaron a destinos equivocados en un mismo punto, una muerte que les ha privado de sus privilegios y sus miserias. Unos no visualizaron su barco de los sueños, los otros no llegaron a su orilla de las oportunidades. El mar, la mar, se convirtió en el abrazo último, la misma tumba, tan igual, tan distinta.
Quizá los niños africanos aprendan a completar ahí abajo el cubo de Rubik en un tiempo récord; a jugar a las cosas que nunca tuvieron en su mano; quizá los hombres de aquella góndola de la muerte puedan ser felices un instante en ese inabarcable silencio, lejos del hambre, las guerras y la miseria. Quizá sea verdad que la muerte sea la puerta a un estado mejor.
Unos murieron por implosión catastrófica, fulminados por la presión de un mundo líquido que no cede un palmo de su misterio a los hombres. Los otros de huyendo de la implosión que es la propia vida, tan cruel a veces que nos devora desde dentro, nos roba el aire, nos aplasta sin piedad. Silenciosa implosión en tierra de pasajeros de tercera, sin billete, viajeros a ninguna parte.