El otoño ha venido para quedarse, lamiendo con su lengua húmeda los empedrados, la hojarasca que revolotea con el viento; ese viento que silba por las noches en mi balcón adelantando las leyendas de difuntos, los días de ausencia y recuerdo, el olor a crisantemo que impregna los cementerios, este tiempo que anticipa el largo invierno, tanta noche.
Ha llegado tarde, después de un verano loco que se resistía a marcharse, con esta melancolía de las tardes sin sol, cielos nublados y noches sin estrellas; el susurro de los árboles que pierden la hoja y se desnudan de primavera, los días felices de sol y abejas.
Este otoño tan triste con el mundo encendido en llamas, guerras que sólo llaman a la guerra, tanto odio, tanta impotencia, tanta muerte sin sentido bajo las bombas y el fanatismo, este frío que me recorre por dentro, que es el frío de las primeras nieves que caen en Ucrania, donde las noches se iluminan con bombas, donde las sirenas son el pan, la sinfonía maldita que precede al horror. Aquí, en la vieja Europa; allá, en el Medio Oriente. Este pan que se hace cotidiano, nuestro de cada día, a fuerza de repetido.
El otoño ha venido con la muerte de un joven cordobés bajo el brazo a quien nadie ayudó en su penúltimo viaje, que cogió sin saberlo el último tren intentando volver a casa. Cómo nadie pudo o quiso ayudarle, qué mundo estamos construyendo; lejos, en el frente de la batalla, o en esta batalla del día a día, de tú a tú, hombre contra el mundo y contra uno mismo, sin ejércitos ni partes de guerra, donde nos aislamos en la pantalla de un teléfono, de un teclado, escribiendo cosas bonitas, postureo que no practicamos, que no hacemos.
El joven Álvaro tuvo que haber regresado esa madrugada a su casa, a los brazos de sus padres, a sus amigos, a la maravillosa despreocupación de quien empieza a vivir, de quien aún no conoce el alto peaje que es la vida, de quien aún tiene todos los sueños por cumplir, intactos; tantos abrazos, tantos besos en los labios, frescos, con ese sabor a fruta que dan los dieciocho, cuando el mundo es una manzana que devorar a mordiscos. Así, como tantos jóvenes, niños y bebés, población civil, inocentes, en Israel, en la Franja, en cualquier parte del mundo. Volver a su casa, su paz y su pan. La vida.
Dijo Gabriel Celaya que la poesía es un arma cargada de futuro, pero al mundo ya no le interesa la poesía, esta batalla del propio yo, esta ceguera, este corazón sin latidos, esas manos a las que no les tiembla el pulso para disparar, para no abrirse y compartir, arropar.
Es otra historia, otra guerra, pero qué lleno de nada, qué vacío de tantas cosas viajaba ese último tren detenido en Santa Justa.