Hace años que no escribo carta a los Reyes Magos, que en la noche del 5 de enero no limpio los zapatos ni los pongo en el balcón, ni me paro a escuchar sus pasos por el tejado. La vida me ha enseñado que me basta con lo puesto para andar el camino, que no por más tener eres más feliz ni por mucho desear se cumplen los sueños; que es mucho más bonito dar que recibir, pedir para los demás que para uno mismo.
La mágica noche de Reyes ya no es aquella que guardo en mi corazón de niña, con ojos de niña, cuando Melchor, Gaspar y Baltasar llegaban en carrozas de luces o en sus camellos, y sus pajes y guardias reales en caballos; cuando los pastores campaban por la ciudad con sus ovejas y sus burritos zamoranos en esta tierra de pastoreo que es la mía. Cuando éramos más libres, menos acomplejados, más conscientes, más cercanos a los animales que sólo quieren ser eso, animales.
Además de ver en carne y hueso a sus Majestades los Magos de Oriente, aquellas ovejas de las cabalgatas, sus corderos blancos y esponjosos como el del suavizante Norit, como pequeñas nubes por las calles centrales de la ciudad, era lo que más nos llamaba la atención a los niños, aunque la provincia guarda su sello rural y es fácil aún verlos en cualquier pueblo, en cualquier paisaje como un inmenso Nacimiento con hombres y mujeres que esperan aún alguna buena nueva. Todos queríamos tocarlos o montar a la grupa de aquellos camellos tan exóticos, tan grandes, cuyo paso elegante dejaba sin palabras incluso a los menos crédulos y nos hacían soñar con desiertos y parajes lejanos, con el inmenso viaje de los Reyes desde el lejano Oriente. Dónde quedaría eso.
Aquellos Reyes entrañables, aquel Baltasar de cara pintada, tiznada de betún, al que aún se le podía llamar por su nombre, el Rey Negro, de piel negra, ébano, tan bonita, sin el más mínimo atisbo de racismo, si Baltasar siempre fue mi Rey, el más querido, y todo su séquito, también oscuro, era el más esperado, el más bonito a mis ojos.
Éramos, fuimos, niños de otro tiempo; niños que veíamos los toros los domingos en la tele en blanco y negro, que paseábamos por los pueblos donde aún olía a boñiga y a pan recién horneado, a leña de encina y humo de las chimeneas; niños que tuvimos la suerte de ser niños en un tiempo sin prohibiciones remilgadas que vulneran el primer derecho de cualquier animal, que debería ser ése, ser lo que son, mientras nosotros debemos actuar como lo que somos, humanos, y cuidarlos y respetarlos, y poder disfrutarlos en nuestras calles, y seguir soñando con la peregrinación de los Magos a través del mundo guiados por una estrella. No son sus derechos, son nuestras obligaciones.
Proteger, cuidar a los animales, no es despojarlos de su parte animal, sino convivir con ellos manteniendo el orden de las cosas. Hace años Zamora sacaba pecho por su Cabalgata con animales, recreando lo que debió ser aquella caravana real. Hoy, con una ley sin pies ni cabeza, habrá quien se crea mejor con esa ley que prohíbe animales en el cortejo de sus Majestades. Ay, las prohibiciones de los del "prohibido prohibir".
Yo cerraré los ojos y regresaré a aquellos camellos majestuosos, a los cascos de los caballos por la ciudad, a las esquilas de aquellas ovejas y corderos que pasaban por la calle con sus pastores recordando que esta tierra tiene alma, vocación, de pastor, de campo, de leche, queso y vino. Me dormiré esperando a los Reyes sin contar ovejas, no siendo que sea delito hasta soñarlas. Y en mis sueños regresarán Melchor, Gaspar y Baltasar sobre sus camellos, atravesando desiertos con sus alforjas llenas de esperanza, de la ilusión infantil que perdemos por el camino.