Cuando era pequeño, solía soñar con ser mayor. Imaginaba la libertad, la sabiduría y el respeto que acompañan a la adultez. Ahora, en el fragor de las responsabilidades y desafíos de ser adulto, me sorprendo a mí mismo anhelando la simplicidad y la alegría de mi niñez. Por eso, confieso abiertamente que, de mayor, quiero ser un niño.
Este anhelo no es una negación del crecimiento o una huida de mis responsabilidades. Más bien, es un deseo de recuperar las cualidades maravillosas que todos poseíamos de niños y que, bajo el peso de la adultez, a menudo dejamos de lado. Quiero redescubrir el asombro y la curiosidad con la que solía mirar el mundo, esa capacidad de maravillarse por las cosas simples y encontrar magia en lo ordinario.
Como adulto, me encuentro a menudo atrapado en el pasado o preocupado por el futuro. Sin embargo, los niños tienen esa extraordinaria habilidad de vivir en el presente, de sumergirse completamente en el aquí y ahora. Quiero aprender de nuevo a vivir el momento, a disfrutar de la vida sin las distracciones y preocupaciones que solemos cargar.
Recuerdo la autenticidad y la transparencia con la que expresaba mis emociones cuando era niño. No había filtros, ni miedo al juicio. Ser genuino y honesto, aunque a veces incómodo, es algo que valoro y anhelo reintegrar en mi vida adulta. Las relaciones basadas en la sinceridad y la autenticidad son más profundas y significativas.
La resiliencia infantil es algo que admiro profundamente. Los niños caen y se levantan una y otra vez, sin perder su entusiasmo o esperanza. Esta capacidad de afrontar los fracasos y aprender de ellos es una lección valiosa para cualquier adulto.
Quizás, en este sentido, abrazar nuestro niño interior es la forma más sabia de ser un adulto pleno y realizado.