El derecho penal es el instrumento más potente que tiene el Estado de control social, de forma que sus líneas de acción presentan el modelo de sociedad y los bienes que se pretenden proteger; de manera que, en un modelo totalitario, los delitos tienen penalidades más fuertes y se penalizan situaciones que se defienden en modelos democráticos y proceden a la instrumentalización política como forma de modelar la sociedad.

Siendo esto así, resulta muy importante que las líneas directrices del derecho penal democrático cursen en la defensa de los intereses sociales, pero no invadan ámbitos de acción política que deben de proceder dentro de la libertad social, de la salvaguarda del Estado de derecho y de los principios y bienes más importantes para la sociedad.

Sorprende que, en el tiempo democrático, el derecho penal comenzó salvaguardando la libertad ciudadana, preservando los bienes jurídicos relevantes para la sociedad y en los períodos de mandato de la diestra se fortalecieron los modelos de lucha contra el terrorismo, contra el narcotráfico y, fundamentalmente, y de forma muy clara, contra la corrupción, dando de este modo respuesta a un modelo social de libertades públicas y de persecución de las grandes lacras que amenazan a estas y al Estado de derecho; pero, la sorpresa se observa cuando la siniestra ha gobernado, que se ha dedicado a intervenir en el Poder Judicial, a eliminar los procesos de persecución del narcotráfico rebajando los medios, los efectivos y rebajando la penalidad del delito y, finalmente, desmantelando o inutilizando los tipos penales que persiguen la delincuencia o corrupción política.

Se enarbola la bandera del progreso, pero las actuaciones presentan un retroceso y una vuelta a facilitar la putrefacción de la vida política, de la vida social y del Estado de derecho.

Cuando se pierde el sentido u objetivo del delito, se rebaja la pena, se elimina el tipo, se perdona la acción o se afirma que lo penalizado no está correctamente penado, lo que se está es trasladando al ciudadano que el delito no existe, que la fuerza o potencia del Estado no es efectiva y que el sometimiento a los criterios del poder pasa por la voluntad del dirigente y de la decisión soberana del pueblo.

Es cierto que cuando el pueblo ha sido previamente macerado para considerar que el delito no existe, finalmente, el pueblo, en una acción autolítica, acepta la decisión del regente y acepta la pérdida de su libertad y de su ámbito de decisión para destruir, si fuere preciso, la convivencia democrática, la libertad y el propio modelo de convivencia social otorgado otrora por ese mismo pueblo haito a la noción de libertad.

Cuando un pueblo no es capaz de evaluar la acción del dirigente para sólo aceptar las afirmaciones de este, que contradicen lo que lleva a efecto, cuando un pueblo permite que su presidente hoy prometa blanco y mañana desarrolle negro por ser lo adecuado a las necesidades del pueblo, es que ese pueblo ya no tiene conciencia de la verdad, de la necesidad, de la libertad y está aceptando no sólo la manipulación o utilización ilegítima, por más que lega, del poder en el desarrollo de un modelo social totalitario que sólo sirve al interés y necesidad del gobernante, sea este el que sea.

La necesaria evaluación de las acciones es fundamento del modelo democrático que otorga el poder al ciudadano y el control del desarrollo de ese poder por el que gobierna, de manera que, sin conocimiento o evaluación de la acción del dirigente, es imposible producir el control necesario para ejercer el poder y la democracia, convirtiendo el actuar social en una pantomima de democracia con el mismo valor que el dinero de Tio Pato, que es utilizada al antojo del cabecilla.

Si admitimos que son progresistas los que buscan la destrucción del modelo democrático que nos dimos con la Constitución que para ellos está superada por ellos mismos, sin cumplir con los modos de transformación que el texto introdujo, estamos dando por bueno que el cambio a un modelo totalitario es lo que desea el pueblo, cuando esto no es más que el resultado de un pueblo engañado que sólo reaccionará tarde.

No está exenta de responsabilidad una diestra más ocupada de sus egos personales, de sus pueblerinas o catetas voluntades, que de los intereses de los ciudadanos a los que, finalmente, si no es capaz de reaccionar, desprecia o simplemente no considera.

El riesgo para la democracia, para la libertad, cursa ahora en unas elecciones tras otras en las que el ciudadano acude engañado, imbuido de la idea de progreso en el regreso, de la Nación para encubrir un interés personal, pero no puede controlar al poder como mascarón de proa de una democracia sólida y veraz.