Hay personajes a los que nunca conviene olvidar, porque siempre cabe aprender de ellos. Atticus Finch, interpretado en la película por Gregory Peck, es una memorable referencia que nos dejó “Matar a un ruiseñor”. Como quizá recuerden, tiene dos hijos, está viudo y es abogado. Un abogado que defiende a una persona de raza negra: Tom Robinson. En aquella sociedad, asumir esa defensa le causa muchos problemas: desde amenazas, hasta reproches y burlas que alcanzan, en el colegio, a sus chiquillos.
Su hija Scout le pregunta la razón de haber asumido esa tarea. Si no tenía obligación y renunciar le habría resultado más cómodo, ¿por qué entonces dar ese paso? Atticus le explica: “Por varios motivos. Pero el principal es que si no le defendiese no podría caminar por la ciudad con la cabeza alta (…), ni siquiera podría ordenaros a Jem y a ti que hicieseis esto o aquello. (…) No podría pediros que me obedecieseis nunca más”. En una respuesta, ya ven, todo un manual de ética y compromiso profesional. Todo un manual, a su vez, de lo que implica la ejemplaridad que desearía transmitir a sus hijos cualquier padre responsable.
Cuando Scout también le plantea si ganará el juicio, Atticus no se agarra a ensoñaciones. Es muy consciente de que en aquel contexto histórico resulta muy previsible que, a pesar de su inocencia, el jurado popular acabe condenando a Robinson: “(…) el hecho de que hayamos perdido cien años antes de empezar no es motivo para que no intentemos vencer”. En esta respuesta, de nuevo, otro tratado de decencia y dignidad. Aquello que corresponde hacer es de justicia hacerlo. La previsible derrota no puede disuadir del meritorio y razonable intento. El presumible revés no puede impedir la justa batalla, porque claudicar antes de tiempo sería perder por partida doble.
Antes del juicio, Robinson es trasladado al calabozo de Maycomb. El sheriff del condado avisa a Atticus de que se avecina una noche peligrosa. Una noche donde no sería descartable que la turba acudiese al calabozo para generar algo más que altercados. Incluso el sheriff se desmarca; se ve incapaz de llevar a cabo la protección del detenido. Y Atticus, en vez de esconderse, acude donde considera que debe acudir. Ir allí implica que podrían lincharle a él, para después pasar a linchar a Robinson. Esa posibilidad era bien factible. Pero de nuevo lo probable no le ahuyenta de sus principios. Y allí va, tan sólo con un libro y una lámpara, para poder leer mientras aguarda la llegada de ese populacho violento. También en esa actitud se vuelven a sintetizar unas cuantas obras completas de arrojo, coraje y civismo. (Por cierto. En la novela de Harper Lee, Atticus se planta allí con un periódico; mientras que en la película dirigida por Robert Mulligan, se presenta con un libro. Da igual. A pesar de desengaños y decepciones, periódicos y libros, libros y periódicos, para mí siguen simbolizando libertad, pluralismo, conocimiento, transparencia... y mil aportaciones saludables más. Que además Atticus se llevara luz, entra en sintonía con esas ilustradas Luces con que aún se salvaguarda la civilización).
Los clásicos conservan su vigencia a lo largo del tiempo, claro. Las circunstancias de las que nos hablan resultan extrapolables a otras épocas y lugares. Y el título aludido merece estar entre esas obras clásicas de la literatura y el cine. Podrían decirse muchas más cosas de “Matar a un ruiseñor”, pero hoy me conformaba con aludir de manera somera al personaje de Atticus. Un padre sin aspavientos, pero con rectitud; sin altivez, pero con autoridad; sin palabrería, pero con ejemplo; sin imposturas, pero con elegancia… que aspira a educar a sus hijos.
No hace falta ser Gregory Peck para tratar de realizar un loable empeño educativo. No digo que siempre vaya a conseguirse tal y como como se quisiera, pero sí aludo a poner dedicación y voluntad en ello. Me es grato añadir que conozco a muchos esforzados padres, tratando de hacer bien las cosas. Cada cual en su estilo, cada cual a su manera, pero intentando ofrecer a sus criaturas algo tan valioso como la educación.
Como esta semana hemos celebrado el Día del Padre, me parecía pertinente expresar mi felicitación y reconocimiento a esos buenos padres. Empezando, si me permiten, por el mío. Tuve el privilegio de tener un magnífico padre. Cariñoso y divertido; sencillo y generoso; noble y trabajador. Persona que alcanzó la más preciada de las conquistas: querer... y que te quieran. Quiso y repartió alegría. Quiso y se hizo querer. Cuando te comunican que tu padre tiene alzhéimer, sabes que llegará un momento donde no podrá reconocerte. Y poco antes de morir, llegó ese día. Ese día donde ya no lograba distinguir a quienes tanto quería. En aquellas fechas, recuerdo, imaginé que en sus adentros, cuando nos veía, estaría pensando algo parecido a aquellos versos del gran José Hierro: “Yo sé que te he querido mucho,/ pero no recuerdo quién eres”.