Mis recuerdos viajan hasta la primera infancia, cuando a principios de los 70 Miguel comenzaba a recopilar la tradición oral por la provincia zamorana. Nos íbamos los domingos las dos familias -Miguel, tú, mi padre, mi madre, y seis niños (tres y tres) muy pequeños- a recorrer casas de piedra y pizarra, paredes de adobe, calles vacías, la paz silente de los pueblos sin salmos, puerta por puerta, cocinas bajas donde los más ancianos transmitían las voces que suenan como algo mágico, sobrenatural, y nos llaman.
Encarna y Miguel, Miguel y Encarna erais ya una sola cosa, un cuerpo con dos almas, un alma con dos cuerpos, desde que aquella joven le dio la mano en San José Obrero sin soltársela ya más ningún día de su vida, incluso ahora que Miguel se ha hecho transparente, como transparente es la música, lo intangible, lo que nos duele, lo que amamos tanto.
De amor, sólo de amor, era el pecado; ese amor que destilabais por los poros, tu sonrisa generosa, la eterna sombra de Miguel ceñida a tu sombra, el refugio donde reposaba, vivía y latía el genio y el hombre. De amor, sólo de amor, Encarna, haciendo de la vida el camino, del cántico la alianza y de los hijos el poso de aquella ternura a contracorriente que derribó todos los muros, todos los prejuicios, como el Duero cuando baja crecido y sólo se desborda por exceso.
Siempre juntos, siempre de la mano, os recuerdo entonces y ahora, mientras sostienes su mano en las tuyas sin saberlo porque el dolor no te deja sentir su caricia entre los dedos, su nombre en el aire, todo lo compartido que vive para siempre en ti, en tus entrañas.
Dices que Miguel te modeló. Pero tú eres la alfarera, la carne y la sangre, el vientre cálido donde comenzaron a desandar la vida Diana, Darío y Delia, aquellos niños cuyos pañales de gasas blancas se llevaban los ríos de Aliste, como aquel arroyuelo seco que una tormenta transformó en un torrente y nos obligó a dejar a toda prisa un pequeño puente que habíamos elegido para comer. Veo a Miguel con su vieja grabadora y sus apuntes recuperando, resucitando las voces antiguas; a mi padre con su cámara, memorizando con los ojos los paisajes, los colores ocres de esta tierra. En la despedida Delia lo tomó de la mano y lo sentó a su lado, como hacía Miguel en sus conciertos y estrenos, hermandad de amigos, mientras la música, la pena y el recuerdo lo inundaba todo, y el olor de las celindas de vuestro jardín.
Esa música de Miguel, las voces perdidas; las campanas volteando en las espadañas, viejos telares de madera tricotando, tejiendo el lino; el batir de alas de las avutardas, los atardeceres, los palomares en el horizonte, los ritmos ternarios de los charros, el misterio de las rondas y tonás de los mozos en su forma modal, arcaica; el cortejo del amor, la sinfonía del viento resonando por los campos. A Miguel le asombraba que guardase esos recuerdos tan tempranos, cuando no calibraba la suerte, el privilegio que era teneros en el paisaje humano de mi infancia. Familia sin sangre que elegimos, que nos regala la vida. Qué alegría haberlo vivido.
Tus guisos, tu mirada admirada, protectora; tu voz entre las Voces de la Tierra que llevó a Miguel a componer las más hermosas melodías para las contraltos. De amor era también el exceso sobre el pentagrama, la armonía prodigiosa, tan personal, latiendo en un puñado de gargantas que alollano enamoran. Sí, de amor fue también este rayo que no cesa, los Alollano que cantan en el cielo. César y Mar le esperaban, ya cantan juntos.
Miguel te modeló. Lo decías ahí, pegadita al cristal donde Zamora velaba su cuerpo. Pero tú eres el torno, el soplo, el agua, las manos que parían de la arcilla muñecas carbajalinas y palomas de colores que volaban sobre la Plaza de Viriato. El puestecito de la esquina que era visita obligatoria en San Pedro, prolongación del amor cocido en el horno de vuestro hogar, la simiente. Miguel modelaba tu barro y tú ponías la música que le colmaba, vuestra casa con las puertas y los brazos siempre abiertos.
El miércoles las voces de la tierra se callaban, el Duero detenía su paso, las espigas dejaban de danzar con el aire, los surcos hacían herida en la piel y en el alma. Miguel se hacía transparente, música eterna que pasará de generación en generación, tanta dedicación, tanto trabajo, tanto amor, Miguel y Encarna, una sola cosa. Cantamos, cantaremos en vuestro nombre.
Porque tú eres la hembra, la mujer y la madre, la médula, la vértebra, la casa, el pulso del Miguel humilde y bueno que sólo a ti te contaba sus secretos. Porque su mano se aferra a la vida en tu mano, si el amor es más fuerte que la muerte, aunque ahora cierres la puerta y creas que estás sola.
Aprenderás a verlo con los ojos cerrados, a sonreírle en la sonrisa de vuestros nietos, a ser de nuevo una sola cosa en la invisible línea que separa la tierra del cielo. Lo que ha unido el amor nadie, ni siquiera Dios, lo separe.
Querida Encarna, sólo de amor fue el pecado, tan precioso, tan puro. Sólo de amor.