En numerosas ocasiones me he pronunciado en contra del mayor ataque a la democracia perpetuado por un gobierno en España desde la Constitución del 78.  La aprobación por el Congreso de los Diputados de la Ley de Amnistía es la defenestración de los valores de igualdad y no discriminación recogidos en la Carta Magna, un “Réquiem por la Constitución”, porque ya los artículos en los que se proclama la igualdad entre los españoles quedan mancillados y prostituido todo su espíritu. Es un asalto burdo e interesado al poder, mancillando los principios democráticos y sustituyéndolos por la dictadura de los intereses de un autócrata. Es la humillación de todo un Estado que reconoce que ha hecho mal las cosas y pide perdón por castigar al golpista, al malversador de fondos públicos, al terrorista. Que se arrodilla sumisamente ante el delincuente solicitando clemencia por el mal cometido. Una vergüenza que tiene nombres y apellidos: Pedro Sánchez, secretario general del Partido Socialista (lo de obrero y español me lo guardo) y presidente del gobierno por la gracia de los golpistas. Junto a él, todos los que han votado a favor de esta ignominia, los que la defienden, los que la comparten y los que se callan cobardemente y esconden la cabeza como hipócritas avestruces para que no les dañe los ojos el polvo de la deshonra.

Con la aprobación de la Ley de Amnistía, en España los ciudadanos ya somos de primera y de segunda categoría cuando nos enfrentamos a la ley. Todo depende de que el delito se vincule a los deseos de romper España, al separatismo catalán y al poder que se tenga en el Congreso de los Diputados para hacer presidente de un gobierno a un personaje sin escrúpulos que vende España (y a quien se ponga por delante) por “un plato de lentejas”, es decir, por 7 votos para seguir “mandando”.  Pero su sentido del “mando” deja mucho que desear en un sistema democrático, por eso lo escribo entre comillas y en cursiva.

A lo largo de la historia grandes pensadores de la filosofía, la política ha ido desmenuzando teorías sobre en qué consiste el mando, y en todas ellas, las que se han inclinado hacia regímenes políticos democráticos, de libertades, son coincidentes en dos cosas: la búsqueda del bien común y el sentido de servicio del gobernante. Es decir, el buen gobierno es aquel que busca el mayor bien para el mayor número de personas, que se entrega como servicio al ciudadano y no como medio para su interés personal. Yo añado una tercera condición que me parece de vital importancia para un buen gobernante y que le califica o no como inteligente en su perspicacia política: la visión a largo plazo. Es decir, un presidente de gobierno no solo debe tener en cuenta el “corto plazo” en sus decisiones, sino también el “largo plazo” en relación con el interés general de la colectividad. No puede despreciar todo aquello que transcienda las consecuencias directas inmediatas de una determinada actuación, porque denota ceguera personal, incompetencia para el cargo y falta de inteligencia política. No tener en cuenta las consecuencias que a “largo plazo” puedan tener una u otra determinada decisión es síntoma de incapacidad para tan noble cargo.

Bajo este prisma, la decisión del presidente del gobierno de España y todos sus acólitos de aprobar una Ley de Amnistía es el ejemplo más evidente de incumplimiento de estas condiciones del buen político, además de ser un escándalo democrático. Es una ley que busca el bien de unos pocos que además delinquen, tiranizan y perjudican a la mayoría. Su aprobación responde al interés individual de un gobernante que “usa” y “manosea” la política en su propio interés y cuyas consecuencias no superan lo inmediato: estar pegado al poder. Hay una exagerada ceguera política provocada por el afán de poder y el odio al oponente. El creerse el más guapo, el más alto y el más inteligente envalentona de tal manera su narcisismo que le embrutece, convirtiendo a los ciudadanos en instrumentos de poder. Los que le adulan, halagan, exaltan, inciensan, piropean y hacen la pelota son los buenos y los que le criticamos, pasamos al lado de los malos a los que hay que aislar, anular, recluir, encerrar, abandonar y desamparar.

Con la esperanza de que este desmán se pueda evitar, confío en la justicia que ponga límite al oprobio de todo un Estado, como España, que se arrodilla sumisamente ante el delincuente. ¿No hay nadie en el entorno del presidente que le diga que “va desnudo”?