Vivo en una ciudad donde las amapolas toman el vuelo y se posan donde les da la gana, donde es posible florecer en el viento, sobre la luz de una farola, cerca de la piedra románica de la Catedral, un poco más allá del Duero.
Mientras junio dispara los termómetros con plomo fundido, a la espera de que las tormentas rompan el cielo y enfríen la tierra, estas amapolas rebeldes pintan de amor y carmín los campos, este libre albedrío de su ser, su existencial anarquía de pétalos transparentes como papel de seda, tan hermosas, a las que siempre regreso.
Vivo en una ciudad donde las flores aún nacen y crecen porque sí, sin necesidad de pedir permiso, y brotan en las alturas sin que las domine la mano del hombre, que todo lo ensucia. Amapolas frágiles pero tan tercas, imponiendo su voluntad allá donde los demás no llegamos. Amapolas rojas, tan efímeras como bellas, que ilustran cada año la antesala del verano, que pregonan la alegría de cada primavera en tierra de nadie.
Esta primavera que trae salpicaduras de barro en los bajos, en las palabras sin vergüenza, sin techo, de unos y otros, en esta recta final hacia las urnas, el Gobierno de Europa que algunos sienten tan lejano, tan fuera de su órbita, aunque sea en Bruselas donde se decide nuestro pan y nuestra sal, las políticas de nuestro campo, nuestra tierra, nuestra gente, especialmente en esta frontera del Oeste cuyo motor son la agricultura y la ganadería.
Esta primavera que viste luto, que llora a los muertos y sangra por los vivos mientras el mundo se entretiene en enfrentar a hermanos contra hermanos, en matar por sus santos dioses y un puñado de tierra, unos en el nombre de Alá, otros en el de Yaveh, otros en el del dinero; en dividirlo en Oriente y Occidente aunque se desangre y muera por todos sus costados, si desde siempre entendí que aquí cabemos todos, el sol, la media luna, la cruz sin la espada; que si tenemos alma es porque el alma, intangible, es amor.
Mientras niños inocentes mueren bajo las bombas en Gaza o en Ucrania y centenares de rehenes sueñan con volver a casa desde el vientre de la tierra palestina, con recuperar la vida y los abrazos de los suyos, en mi ciudad el tiempo se detiene y las flores se esparcen por el aire y proclaman la vida por sus rincones muertos.
Por eso hoy, frente a la desazón que me produce la realidad que vivimos, el mundo que pisamos, mi columna vuela hacia esas amapolas que florecen libres, ajenas al desequilibrio de cada día, contraviniendo las leyes de la misma tierra, agua, lo que son.
Vivo en una ciudad donde las amapolas vuelan como mariposas y despliegan sus alas sobre este cansancio, esta hartura de un mundo cruel que no entiendo, mientras el cielo está a punto de reventar con la primera tormenta de un verano anticipado; esta vida loca donde ya nada está en su sitio, donde las amapolas florecen sobre las farolas que alumbran la oscuridad de las noches.
Miro al cielo y veo amapolas.