Hay tardes en las que no sabes muy bien cómo ni por qué acabas en determinado lugar. Una de esas tardes fue la del pasado martes. El plan original para la víspera a un examen consistía en pasear durante un rato, lo suficiente para tener tiempo de disociar y encerrarme en ideas que nada tuvieran que ver con lo que me esperaba en la mañana de miércoles.
Caminando sin rumbo y sin mapa recordé que durante toda la semana se realizaba la Feria del libro de Valladolid. En esto que me encaminé a la plaza Mayor. Así, en lo que mi mente divaga entre las barras de Israel B que iban sonando por mis auriculares, escogería mi próxima lectura de cara al verano.
Al caminar entre los puestos mis ganas de encontrar ahí el primer libro del verano se iban desvaneciendo. Cada año, acudo con la esperanza de encontrar algo interesante y llamativo, algo que destaque entre la pila de novedades de las grandes editoriales. Por supuesto, cada año me decepciono.
Lo que me encontré allí no fue más que una sucesión de librerías que presentan una porción de su catálogo en busca de vender lo máximo posible a los asistentes. Hasta ahí todo correcto, el problema llega en el momento en el que en la mayoría de los puestos que recorren la plaza Mayor presentan un catálogo extremadamente similar.
Una gran cantidad de libros apilados y divididos en filas, que prometen ser diferentes uno al anterior, pero no tardas en percatarte de que nada más lejos de la realidad. En el momento en que prestas un mínimo de atención, vas cayendo en la cuenta de que un puesto es igual al anterior.
Las diferencias que encontré entre carpas eran mínimas, en muchos casos diría que inexistentes. Colecciones inmensas de libros que se podrían resumir en un pequeño conjunto de editoriales y un escaso número de autores cuyas ventas son desproporcionadas.
Miras a la izquierda y te encuentras lo nuevo de Manuel Jabois. Giras la cabeza hacia la derecha y ahí está una novela de Sergio del Molino. De frente, la nueva colección de cuentos de Rodrigo Cortés.
Rodeándoles, montones de libros de sus mismas editoriales, pequeños espacios dedicados a los autores que firmarán durante la semana y en el mejor de los casos libros que, si bien son novedades editoriales, se cuelan entre los grandes lanzamientos del año. Algún que otro clásico puede incluso encontrar una fractura en el sistema y colarse, pero nada mucho más allá de eso.
Tras recorrer una por una todas las casetas me di por vencido. No iba a encontrar nada más allá de lo que podría hallar entre las estanterías de cualquier gran superficie en la que vendan libros. Nada más allá del top 100 de novedades más vendidas.
Aun con eso, me decanté por un libro, uno de los pocos que no parecía ser de esa lista de potenciales best seller. Al agarrarlo entre mis manos, la librera me indicó que esa misma tarde la autora firmaría el libro. Con razón había visto el libro tantas veces a lo largo del recorrido.
Tras pagar el libro, decidí esperar a que llegara la hora de la firma. En ese tiempo, mientras recorría las calles del centro de Valladolid, mis divagaciones acabaron por dar resultado la reflexión de lo triste que es en verdad la situación.
Acercarte a la Feria del libro de la ciudad en la que vives para acabar descubriendo que la gran mayoría de lo que allí se encuentra lo puedes hallar con facilidad en cualquier gran superficie de venta. ¿Para qué voy a ir a la Feria del libro si puedo ojear la lista de más vendidos del momento desde mi sofá?
Es triste pensar que un evento cultural así se reduzca simplemente a una serie de charlas y firmas de autores. Que un espacio dedicado a la venta de libros no vaya más allá de una lista preformada, una selección que podría conformar con facilidad un algoritmo. Pero de todo esto, lo más triste es que no tiene pinta de cambiar la situación.