Hemos perdido el norte y la aguja de la brújula está rota. Tenemos un Fiscal General del Estado, y algunos otros por debajo de él, que no cumplen con los estándares mínimos de decencia. En este caso ha sido condenado por un uso espurio del derecho y ahora acabará imputado por un delito de descubrimiento de secretos, es decir, no sólo no es excelente profesionalmente, ni adecuado para el cargo, sino que, además, no cumple con el principio básico del Ministerio Fiscal de ser garante de la legalidad que se la pasa por los “membríscalos”, con el apoyo, aquiescencia y placet, cuando no excitación, del gobierno del que depende… ¡Pues eso!

Cada vez que contemplo cómo un abogado es condenado por un delito, por nimio que sea, me duele en el alma, como me desazona observar cómo Jueces, Fiscales u otros miembros de cuerpos actuantes en la Administración de Justicia, tras ser condenados, se dedican a la abogacía, denigrando la misma, pues un Juez condenado por prevaricación que se dedica a la abogacía no sólo utilizará mañana artimañas repulsivas, sino que desdora la profesión a la que amo.

La angustia de fiscales honrados, profesionales de prestigio o, al menos, de un trabajo sentido, amado y respetado en pos de la defensa de la legalidad, debe de ser cercana a la desesperación al ver cómo su Jefe es un mindundi al servicio de un gobierno que no respeta la legalidad, que se burla de ella y que hace uso de sus tentáculos para destruir la estructura legal que nos hemos dado los españoles.

La mayoría del cuerpo de fiscales son profesionales que merecen el respeto y el apoyo de la sociedad, aún cuando según ascienden en la carrera empiezas a encontrar, cada vez más, Jefes con mácula, estigma o nube de falta de corrección, hasta alcanzar la cúpula.

La fiscalía debiera de ser un cuerpo independiente, sin sometimiento a gobierno o poder alguno y desarrollar su labor sin más control que el judicial, en cuyo caso podría incluso ser instructor de las causas penales, sometido al control del Juez de garantía; sin embargo, en el momento presente, dirigido por el gobierno, sometido a un Fiscal General a las órdenes del poder político, sólo puede ser el defensor de su amo y no puede, no debe, no es admisible, que pueda alcanzar facultad alguna sin resultar comprometido por su patrón.

La mujer del César no sólo debe de ser honrada y honesta, sino que debe de parecerlo y, en la fiscalía, como en el resto de instituciones, sus miembros no sólo deben ser, sino que deben de parecer y, cuando esto no es así, como en el presente, se produce una degeneración de la institución y una falta de respeto a los que en ella desarrollan su labor con esmero, profesionalidad, garantía de independencia, honrada y honestamente.

Cuando una sociedad, en lugar de defender, promover, respetar y ensalzar al trabajador, al esforzado, pasa a premiar al fartusco, al limitado, al vago, al que hace un uso de la posición personalista y manipulador, que se “vende” al poder, al poderoso o al dinero u otras lisonjas, tenemos una sociedad que se encamina directamente al abismo y a la destrucción.

La democracia debiera de ser el modelo político de la aristocracia, entendida esta como el gobierno de los mejores, de los más preparados, de aquellas personas con una experiencia profesional y actuación del más alto estanding, que posea unos altos niveles éticos, morales y de servicio a la sociedad que impidan su corrupción, personas que sirvan y no se sirvan y que fortalezcan los modelos de control y transparencia en la actuación, es decir, líderes que demuestren que se pueden hacer las cosas de otro modo.

Lo que está pasando con la política actualmente es muy triste, se dedican los menos válidos, los más peligrosos, los que más necesitan de los demás para ascender, los que no conocen la empatía, la resiliencia que tanto usan, los que no respetan a los demás, los que usan la solidaridad para enriquecerse, los que jamás asumen una responsabilidad, la honestidad y la honradez son valores desconocidos para ellos y repelen la compasión, pero son expertos en la imagen, en el engaño, en la mentira, en la manipulación, en el más radical egoísmo, que venden su alma… son los aristócratas del mal, que se han hundido en las entrañas de la vida pública, que están creciendo en la Justicia, en la sanidad, en la administración, en la educación y que están viciando la vida social y la sociedad misma, que no toma medidas para evitarlos y los goza sin pensar en el resultado que al final padecerá.

El mal existe y está venciendo en una sociedad anestesiada, onanista, depravada, que vive la ensoñación de la droga de la mentira, de la que no despertará sin sufrimiento, dolor y ruina.