Si las piedras hablaran, harían memoria de los siglos, de la historia, de los cimientos de cada ciudad, de cada pueblo. La tierra sería un oráculo abierto al universo, los templos memoria de la fe desde la raíz. Si las piedras hablaran, los rosetones serían el verso, el círculo mágico, hermoso, de la palabra, labrado en la piedra misma.

Vivo en una ciudad erigida en la piedra, asentada sobre peñas como una peana sobre el horizonte. Ciudad románica, sin tiempo, tallada a cincel, maciza, perenne, impasible; ciudad de silencios, ruta de pasos perdidos por sus calles y soledades. Si las piedras hablaran, describirían sus madrugadas sin prisa, la primera luz en lo alto; sus atardeceres anaranjados con el sol posándose en sus sillares, acariciando sus mejillas, cubriendo de oro su desnudez.

Cantarían la salmodia del Duero que nunca cesa, que nunca se detiene; la plata y el plomo de sus aguas al caer la luz, el alivio de la sed de la tierra, su cauce desbocado en los deshielos y las lluvias, lo escarpado de las montañas; hablarían de los inviernos crudos y sus noches oscuras, la lengua húmeda de las nieblas, los campos floreciendo a sus pies cada primavera anunciando la vida; de los afanes de los hombres y las mujeres que labran surcos y mantienen vivo el espíritu de quienes se ganan el pan con sus sudores, del tacto áspero y noble de sus manos sin mentira.

Si las piedras hablaran, mi Zamora pequeña sería una sinfonía de torres y campanas, patria de cigüeñas, palomas y golondrinas, muralla testigo de la sangre derramada en el Campo de la Verdad, cuando los hombres se batían sólo por amor a lo suyo, a los suyos; cuando las guerras eran por honor, no por codicia, no por odio, no por las miserias humanas que se multiplican a medida que crecemos, que avanzamos. Si las piedras hablaran, contarían los primeros besos al abrigo de sus esquinas, el último abrazo, la espera larga de las procesiones en el tiempo de la Pasión, el poso gélido de las cencelladas cuando todo es blanco, hielo, cristal.

Si las piedras hablaran serían verdades como puños, puños en alto, fuego que no quema, latidos en su derecho a no declarar en un mundo que no sabe ya de latidos ni corazones donde la palabra es falsa y dulce como una moneda de chocolate cuando escuchamos sólo las cosas que queremos oír; mundo donde el honor se conjuga en tiempo pasado, donde la palabra no tiene peso. Hablarían del poder de la conversación, el calor del tú a tú; de la fiebre y el beso en un mundo prisionero de pantallas de cristal, realidad virtual sin corazón ni médula ni miradas frente por frente.

Si las piedras hablaran serían implacables con quienes convirtieron en roca la carne y la sangre de los hombres, estatuas de sal que se desvanecen con los temporales de noviembre, cuando el viento es cántico, silbido, rastro efímero sobre la tierra sin dejar huella. Hablarían de nuestros secretos, las confidencias a media voz, las alegrías, los dolores, las cosas que no decimos, que cincelan a golpe de silencio nuestro presente. Esta voz callada que nunca alzamos.

Quizá porque los hombres cada vez hacemos, decimos, más vanidades, mentiras, tanto continente vacío, sin músculo, las piedras mantienen silencio desde sus orígenes, testigos mudos de todas las cosas, eternas conocedoras de todas las respuestas. Si las piedras hablaran, seguiría esperando su voz en el aire. A veces las escucho.