La grandiosa y, sobre todo, ingeniosa inauguración de Los Juegos Olímpicos de Paris ha sido un espectáculo memorable y, sobre todo, sorprendente.
Ya que cada cambio de escena era una sorpresa en la que se mezclaba el lirismo, la belleza y, sobre todo, el ingenio. No recuerdo haber estado pegado al televisor tanto tiempo y no sólo no desfallecer sino estar cada vez más sorprendido y emocionado.
Hay que reconocer que la imaginación de los creadores ha sido sublime por su variedad impactante.
A la originalidad del desfile en los bateau mouche de los equipos de deportistas se entremezcló un desfile de modelos por la pasarela en un alarde de la moda parisina tan reconocida en el mundo. Solo el ingenio y el arrojo de los organizadores puede crear algo tan original y a la vez sublime.
Y todo, bajo un aguacero que no hizo decaer los ánimos de los participantes y que demostraron un espíritu y un alarde colosal.
A la vez, que nosotros los espectadores televisivos disfrutamos de un paseo por el arte y la colosal historia francesa. Desde El Louvre, hasta los lugares más emblemáticos de la colosal belleza de los monumentos franceses, todo fue exhibido. Incluso las obras de reconstrucción de Notre Dame se aprovecharon para que los obreros además de trabajar en la piedra y la madera hicieran en las grúas y los andamios un alarde de equilibrismo y arriesgado ballet. Y no digamos el efecto espectacular de las luces de la Torre Eiffel.
Y como colofón la emotiva aparición como portador de la antorcha olímpica de nuestro Nadal, calificado "El rey de Paris", por sus reiterados triunfos en Roland Garros.
Pero la cosa no quedó ahí, en el escenario del acto final apareció la cabeza de un toro bravo como símbolo también de la cultura francesa en la parte sur de su territorio. Un reconocimiento valiente y justo que a los aficionados nos llenó de emoción.
Lo dicho, Casablanca vuelve a estar presente una vez más: "Siempre nos quedará París".