Zamora sabe, huele este fin de semana a queso, quizá también a beso, con Fromago, la mayor feria del sector que se celebra en España. Las calles de mi pequeña ciudad aparecen ya atestadas de gentío, de vida, de la alegría que despierta a una ciudad permanentemente dormida, ensimismada murallas adentro. Ciudad dormida a veces sin sueños ni batallas que librar más allá del Duero.

En este verano marcado por la turismofobia y las protestas en muchos de los principales destinos turísticos, las pequeñas ciudades, los pequeños pueblos que conformamos ese conglomerado que llamamos la España Vacía (y vaciada, y vacilada) aún recibimos con los brazos abiertos a todo el que llega a insuflar una inyección económica a nuestra hostelería, a nuestro comercio, a esta misma ciudad que languidece perezosa en la meseta sin ser consciente de su propia hermosura, de su belleza pétrea. El orgullo románico de sus torres y templos, las filigranas coloristas del Modernismo y sus miradores de cariátides, todo aquello que la hace distinta de las demás, sus cielos limpios, los campos infinitos que la circundan. Todo lo que llevamos tatuado en el país de los recuerdos cuando volamos lejos, cuando el corazón pone la suficiente distancia para quererla sin que duela, porque es muy duro querer sin ser correspondido, sin encontrar respuesta en la piedra, en el agua, en los tilos que se desprenden generosos de su hoja y de su flor en este otoño que ya viene anunciándose.

Zamora abre sus brazos al mundo, multiplica por seis la población y convierte los dos kilómetros de trazado de su Feria Internacional del Queso en el mayor y mejor escaparate de más de 1.500 tipos de queso, en una tentación para los paladares y un paraíso para los caprichosos. Qué bonita está con sus casetas blancas y sus banderines de fiesta, con sus calles siempre llenas de nadie ahora a rebosar de gente, con su permanente silencio roto en el runrún del gentío, en el bullicio de los que van y vienen con los mejores productos de la tierra. Esta tierra mía que es tierra de pastores, recias mantas de lana, quesos y sopas de sartén en el morral.

Tierra donde se impone la quietud y centenares, miles de hectáreas de silencio, despobladas, silentes; un añorado refugio del mundo, un tratado de paz con uno mismo, un viaje al interior frente a paisajes desconocidos, montes, sierras, veredas y ríos que se ofrecen generosos a la vista de todos.

Cierto es que el turismo descontrolado entorpece lo cotidiano, el día a día de los vecinos que consideran suyas las playas, el mar, los lugares de recreo que cincelan su vida, su infancia, aquella quietud en blanco y negro antes de que los veraneantes y los guiris tomasen por asalto el mapa de sus recuerdos. Ciertos son también los inviernos solitarios, crudos, duros, de esta ciudad de la niebla y el frío, esta provincia de escarcha y despedidas en sesión continua que necesitaría una gran feria cada mes para resucitar, para ser, para sonreír.

Así las cosas, como en la película de Berlanga, os recibimos con alegría en esta tierra de eternos emigrantes a la búsqueda del pan. Esta tierra que abre siempre los brazos a quienes vienen aunque sea parca en caricias con quienes intentamos sobrevivir, sostener cada día sus sueños de futuro, quererla, habitarla. Venid, pasad, que sois todos bienvenidos.