Lo importante de un domingo es que no ocurre nada. Y como no ocurre nada, uno puede aprenderse la ciudad de memoria y darse cuenta de que ya es otoño irremediablemente, a traición y por la espalda.

Aquí volvemos a ser los de siempre ahora que hemos sacado los abrigos del armario y hemos guardado el moreno y la playa y los turistas hasta el año que viene. Las tardes son cortas y las farolas más altas.

Los domingos sólo abren los bares y las iglesias y no echamos en falta más. Los domingos se parecen a la fe: para aprender al domingo hace falta algo más allá de la disposición: un soplo inspirado, una voz elevada que no explica nada, pero se entiende.

Cuando dejé de levantarme con resaca los domingos descubrí el mundo, como cuando San Francisco se quitó de su afición por lo mundano y cambió los afters del siglo XIII por los laudes y maitines.

El problema del reggaeton, ahora que lo pienso, se soluciona a base de ponerles canto gregoriano a los adolescentes. Uno es joven y cree que quiere frases como "ya no puedo, girl, ya no puedo, girl. / Nena, discúlpame…" y cosas así porque no tienen ni puñetera idea de latín.

De paso nos saldría gente con vida interior, que es lo que escasea últimamente. En eso consisten los domingos, en montarse, como un decorador, una vida interior.

Para los domingos hace falta tomar los hábitos: el cisterciense o el de leer el periódico, el que sea.

Porque los domingos son las cosas importantes, que son aquellas que no irán nunca en una portada: El cierre de una ferretería, que no nos quedan ultramarinos, un mendigo que mira un escaparate en el que hay un cartel de rebajas, lo que queda de aquí a Semana Santa… 

Porque los periódicos van muy deprisa todos los días de la semana, menos los domingos. Los domingos el mundo va despacio y ya no miramos a Kiev o al Líbano o al Ibex35 sino que por primera vez en toda la semana nos vemos aquí.

Los domingos que no ocurre nada, esos son para mí. Domingos en los que ningún partido acusa de corrupción a otro, ni se descubren nuevos planetas potencialmente habitables. Domingos sin Putin. Domingos de pan recién hecho.

Ahora que está tan denostada la contemplación, como si necesitáramos protagonizar absolutamente todo lo que ocurre en el mundo.

El ocio en Tailandia, la borrachera de cualquiera de nuestros amigos, incluso un divorcio cuando ellos se divorcian porque ya no nos sirve nuestra pequeña felicidad de los domingos –que es la única felicidad que existe– y queremos exacerbarla los sábados por la noche en cualquier bar sin saber soltar.

Hay una edad, no sé cuándo exactamente, en la que el hombre vuelve a dinamitar su vida si la descuida como en la adolescencia. Y todos, después de los brotes autodestructivos, piden de rodillas a Dios –aunque no crean– como piadosos agnósticos otra vez domingos tranquilos; por favor.

Los domingos pienso que debería volver a misa. La adolescencia es la barbarie del alma. Ser adolescente es tomar la educación como rehén, sepultar Roma y Grecia como si fuéramos bárbaros y no saber después ni por donde empezar a edificar.

Por eso siempre volvemos a ciertos valores, a determinadas ideas de nuestros padres y sobre ellas empezamos a construir.

Yo, por ejemplo, pensando que me había librado de escribir los domingos después de tantos años de sábado tras sábado encadenado al escritorio. Y ahora, curiosamente, cuando rezo, pido domingos y artículos, señor.