En la tierna infancia si para dormir fallaba una nana cantada, entraba en socorro un cuento que comenzaba por esas palabras mágicas de ‘Érase una vez’.  No es momento ahora de narrarles el cuento de Caperucita Roja, pero permítanme el parafraseo. Érase una vez Adolfo, Presidente Suárez en el Gobierno de España.

Los expresidentes del Gobierno Felipe González y José María Aznar han protagonizado recientemente  un coloquio organizado por la Universidad Católica de Ávila y la Junta de Castilla y León titulado 'Diez años desde su partida: Reflexiones sobre Adolfo Suárez'.

Herminia González eligió Cebreros en 1932 para traer al mundo a un hijo al que bautizarían con el nombre de Adolfo. En 1976 el cebrereño fue nombrado Presidente del Gobierno de España. Desde los años treinta en que nació Adolfo y los setenta en que tomó posesión de la Presidencia del Gobierno, muchos acontecimientos habían acaecido en la historia de España, uno de ellos desgarrador como fue la última Guerra Civil entre hermanos y un periodo de privación de libertades durante una larga dictadura de casi cuarenta años.

España  había pasado el siglo XIX en una cuasi permanente guerra civil. Carlistones y realistas derramaron sangre y pólvora por doquier. No se trataba ya de Caín atizando con la quijada a Abel hasta matarlo. En España campaba a sus anchas Caín contra Caín. En 102 años, entre 1834 y 1936, hubo cuatro guerras civiles: las tres guerras carlistas de 1833, 1846 y 1872, más la cruenta guerra civil de 1936. Y por si pareciera poco, en triste frase de muchos historiadores ‘Cien años, cien pronunciamientos’  de espadones de toda clase, género y condición.

Muerto el General Franco en 1975, algunos franquistas pretendieron crear el franquismo sin Franco, una suerte de entelequia que resultó ser el camino a ninguna parte. Carlos Arias Navarro, el Presidente del Gobierno que lloró en la televisión al leer el testamento de Franco, fue cesado por el Rey Juan Carlos en 1976 para sustituirlo por Adolfo Suárez. No pretendo ahora reflexión alguna sobre nuestro abdicado Monarca. Su reinado ha finalizado tristemente, trufado de escándalos personales y presuntamente financieros. La historia se escribe en frio. Sin embargo, nadie podrá privarle  a Juan Carlos I del calificativo del Rey de la Transición. Pudo ser el mejor Rey de España desde Carlos III, pero perdió el partido en los penaltis . Es una conclusión  simplista y  magra. Pero como no soy historiador, les resumo en brochazos gruesos el final institucional  del Monarca con el que la democracia se asentó en España.

Mientras la historia no se reescriba, el Rey Juan Carlos sabía que no era posible el franquismo sin Franco, pese a que lo creyeran a pies juntillas los que entonces se denominaban el ‘bunker’, personificados en un camisa vieja de Falange, como el vallisoletano José Antonio Girón de Velasco. Torcuato Fernández Miranda, Presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, al parecer con el impulso real ; diseñó una sagaz operación para que el Consejo del Reino, plagado de próceres del ‘bunker’ introdujese entre los nombres de la terna de candidatos a Presidente del Gobierno, al abulense Adolfo Suárez. El Monarca comenzaba a abrir camino en una espesa selva de inciertos destinos. Se inciaba la Transición española, donde harían las paces tantos y tantos españoles, hermanos dolorosamente enfrentados durante siglo y medio.

Adolfo, el hijo del Procurador de los Tribunales Hipólito Suárez, que ejerció su profesión en Ávila; comenzó una gran obra de ingeniería política, cual era el desmontaje del franquismo desde sus adentros, desde las Instituciones como se decía con tímido eufemismo.  El gran ingeniero que allanó el camino a Suárez fue en verdad Torcuato Fernández Miranda, que por muy  capaz logró que desde unas leyes promulgadas para sostener un régimen dictatorial se diera a luz una democracia plena. Sin mediar una revolución. La historia solo ha ajustado parcialmente cuentas con Fernández Miranda, pues merece entrar en ella por puerta grande y no desapercibido.

Suárez, había sido un ‘movimientista’  como Gobernador Civil de Segovia , Procurador en Cortes, Director General de RTVE y Ministro Secretario General del Movimiento, ósea del partido único, en el Gabinete de Carlos Arias Navarro. Pero el ilustre cebrereño y el águila pensante de Fernández Miranda se las ingeniaron para que las Cortes franquistas se auto inmolasen en aquel conocido como ´harakiri’ al aprobar el 18 de noviembre de 1976 la Ley para la Reforma Política que establecía la próxima celebración de elecciones libres por sufragio universal. ‘Adiós dictadura, adiós´ tituló el siempre audaz Diario 16.

Adolfo lo había logrado. Con el concurso de algunos procuradores en Cortes que rompieron lanzas a favor de la democracia, entre ellos el leonés Fernando Suárez. Brillantísimo procurador y Catedrático de Universidad, al que la democracia no  encontró acomodo con el pesado fardo de ser el último Ministro de Trabajo del General Franco. Adolfo, en un triple salto mortal legalizó el Partido Comunista, en la Semana Santa de 1977, que al ‘bunker’ más le pareció Semana de Pasión.

El 13 de julio de 1977, al dar comienzo la nueva legislatura constituyente, Dolores Ibarruri  y el poeta comunista Rafael Alberti formaron parte de la Mesa de las Cortes. La legendaria ‘Pasionaria’ del ¡No pasarán! de la España Republicana paseó su enlutada estampa en el Congreso de los Diputados, no muy lejos de Santiago Carrillo . Y  bajo el mismo techo , destacados franquistas como Gonzalo Fernández de la Mora, Cruz Martínez Esteruelas ( el ministro que cerró la Universidad de Valladolid)  o Licinio de la Fuente. Fraga estaba junto a estos, pero sin estarlo demasiado, que para eso gastó bombín y fue Embajador en Londres. Manuel Fraga jugó a gran reformista del Régimen sin llegar tan lejos como Suárez, pero fue capaz de colarle a los inmovilistas la Ley de Prensa y la apertura de la censura,  que con escandalo pregonaban ‘Con Fraga, hasta la braga’ . Bajo el bombín y sobre esa cabeza en la que decían le cabía el Estado, ya tenía su papeleta de voto para AP al llegar la democracia. Allí, también allí, otros dos grandes adalides del consenso como Felipe González y Alfonso Guerra.

En 1977 aterrizaba la joven democracia, pero sobre todo llegó el perdón, la reconciliación entre españoles. Ya tocaba después de tanta guerra civil, sangre, odios, ajusticiados sin causa ni proceso, asonadas. Todavía se habría de derramar mucha sangre inocente en crueles atentados terroristas. Pero había nacido el ‘espíritu de la Transición’ al que más nos valiera regresar. El partero fue Suárez. De Cebreros, abulense.  Érase una vez Adolfo.