Una feria de arte no puede ser fea. Lo mismo que hay cosas en la vida que son un oxímoron, como una novia triste, un funcionario sin moscosos, un pueblo sin frontón o Castilla sin niebla a estas alturas del año. La fealdad se tolera porque no nos queda más remedio, nos hemos acostumbrado a vivir entre ella. Y sería comprensible si no hubiese dinero en España, pero el problema es que cuando éramos pobres las cosas se hacían mejor. Quizá porque se le ponía más cuidado, como cuando uno amuebla la casa con el presupuesto ajustado y así se evita que parezca aquello la Torre Trump. Porque el gusto no depende del talonario, por eso se les ha ido atrofiando y sustituyen lo bello por uno o dos ceros de más en el presupuesto, que requiere menos esfuerzo.

Sólo así se explica llegar a una feria de arte y pasear por el recinto con la sensación de que hubiera caído una bomba y fuésemos la mitad de los que deberíamos ser, que es lo que le pasaba a ARPA el viernes recién inaugurada. Tenía aquello dimensión de feria hipotecaria en vez de artística, de cumpleaños triste, como si en cada puesto te fuesen a vender un adosado a tipo variable en vez de la Catedral de Burgos y saliesen los niños con un globo pinchado. No se puede consentir que una feria relacionada con el arte y el patrimonio, sobre todo en Castilla y León, parezca un campo de refugiados, un pavo real desplumado... Conviene rebelarse contra lo feo, siempre, alejarse rápido, para no acabar sin percibirlo siquiera.

Cuando perdimos a los arquitectos que sabían lo que era un cimborrio y todo consiste ya en que los columpios de los parques parezcan concebidos por Gabarrón, perdimos también España. Sólo así se explica que levanten edificios en los que ellos nunca vivirían, pisos que caducan como un yogurt y que todas las ferias resulten la misma, impersonales, imperdonables; ARPA o la del hornazo de Salamanca. Y el problema de ARPA es que no hay nada de comer. La fealdad, con el estómago vacío, cae como un vino malo de esos que en vez de calentar, enfría el corazón. Y uno paseaba por la feria dudando si le van a proponer visitar el Acueducto de Segovia o adoptar un camaleón. Desde que para organizar una boda hace falta un wedding planner, para montar una casa un decorador, hemos firmado nuestro informe de defunción.

La burocracia no es más que la ausencia de gusto y llenan ese hueco a base de informes, comisiones, registros y cualquier otro procedimiento administrativo para no sentirse vacíos.