Caminar por los pasillos de los ayuntamientos con cierta curiosidad y una compañía ilustrada, algo cada vez más complicado, suele terminar en una buena lección de historia. Los retratos de antiguos alcaldes que adornan las paredes vienen acompañados de anécdotas o momentos importantes que la ciudad vivió bajo su mandato.

Ese anecdotario, que se cayó de los libros o quedó escondido en bibliotecas y hemerotecas, no solo incluye alabanzas y gestiones impecables. Son esenciales los capítulos sórdidos, la leyenda negra y los claroscuros que tienen los alcaldes igual que los artistas, los maestros o los abogados.

A ningún alcalde se le niega su retrato que en muchas ocasiones cuelga incluso antes de que haya dejado el cargo. Forma parte de la liturgia democrática como alzar el bastón de mando.

Hay otro lugar donde repasar al detalle la historia de una ciudad. El callejero es un cronista perpetuo que enseña, a quien quiera leer, la identidad urbana como divulgaban los retablos la Biblia en la Edad Media.

Gracias a los nombres de las calles, y sin tener al maestro José Delfín cerca, uno puede saber en Valladolid dónde paraban los gremios, la ubicación de desaparecidos conventos y que hubo un alcalde llamado Miguel Íscar allá por finales del XIX que impulsó el Campo Grande.

El callejero deberían entregárselo a los concejales con la medalla y exigir que se lo estudiaran mejor que un taxista. Por eso no puede haber un alcalde sin calle o plaza independientemente de la valoración de su paso por el Ayuntamiento.

El debate sobre la propuesta de que Francisco Javier León de la Riva (alcalde de Valladolid durante diez años) merezca o no una plaza solo sirve para sembrar la ignorancia futura. A no ser que la intención de este progresismo vacío sea cribar el callejero como decantaron los libros de texto.

Una plaza para León de la Riva es solo burocracia y archivística igual que pronto habrá que poner una calle (o carril bici con contador anual de ciclistas) a Óscar Puente. Carece de sentido buscar consenso para agrandar el callejero. Es tiempo perdido y caza de brujas.

En Valladolid todas las calles se llamarían Concha Velasco o Miguel Delibes. A Vox no le vale ni Lola Herrera. O acabaríamos como en Estados Unidos poniendo asépticos números a las avenidas aunque allí lo hagan porque no tenían historia suficiente para tanta barriada.

Si fuera alcalde exigiría mi plaza. No por vanidad, sino por memoria. La vanidad, como la juventud, se cura con la edad y las lecturas. Pero la memoria, si se pierde, es más cruel y definitiva que la muerte.

Convocaron los partidos y colectivos que se oponen a la plaza León De La Riva una concentración el pasado fin de semana. Lograron congregar allí a un centenar de personas. Y eso también recuerda algo a todo aquel vallisoletano que tenga memoria. 

Recuerda a esos mismos erigiéndose la voz de los vecinos hartos y avergonzados de Javier León gritando otras pancartas. Aquellos años en los que aquí nadie votaba al PP pero De la Riva coleccionaba mayorías absolutas. Se lo podremos contar a los niños, y aquello tan feo de los “morritos”, cuando nos pregunten sentados en un banco por qué León es nombre de plaza.