Por empezar por algún sitio, empezaré por invocar el regreso de los insultos tradicionales. Vi hace unos días que Isa Serra había logrado colocar en un reproche a Errejón la palabra “ultraderecha”, y pasmé. Él acusaba a su presunta víctima de hacer una denuncia falsa y su excompañera, por no ponerse a rebuscar en el bolso, decía que ese de las denuncias falsas es “el argumento de la ultraderecha”.

Y de la ultraderecha son muchas cosas pero dudo yo que esos vasos se puedan convertir tan alegremente en comunicantes. Que Errejón será un desgraciado, pero bien que fundó Podemos, allá al fondo a la izquierda.

Como diría en su día Juanjo de la Iglesia en su maravilloso Curso de ética periodística de CQC, ya que te pones, si lo que quieres es reducir el problema a la caricatura del enemigo, directamente llámale “facha” -significante vacío donde los haya al paso que vamos- o, qué digo yo, “cachorro de los nazis”; aunque aquí siempre recomendaremos un sencillo y eficaz “cobarde”, o el mucho más concreto además de fonética y etimológicamente impecable “hipócrita”.

No sé qué va a ser de nosotros cuando no tengamos ya palabras a las que aferrarnos porque ninguna signifique nada, después de abusar tanto de ellas, de explotarlas cada día sin piedad, de deformarlas a nuestro gusto y de extirparles su contenido original para inyectarles otro, mientras se nos mueren en la antesala las palabras precisas, abandonadas, con su oportunidad guardada en un hatillo, hatajo de moderadas expatriadas, destruidas, escuálidas, tan grises.

En la Asamblea de Madrid se han arrojado esta semana unos “genocida” y “racista” y se han quedado tan a gusto. Se oyó un “sinvergüenza” hace poco en nuestras Cortes. En sede parlamentaria debería haber señales inhibidoras, pitidos como en La Revuelta, multas, algo. Algún modulador gigantesco, un moderómetro, cualquier arbitraje externo que ayude a recuperar los límites.

No es sólo cosa de políticos. Ruego a los dioses que no se me malinterprete porque yo a un malentendido le temo más que a la oscuridad. Pero la reina no estaba completamente llena de barro. Estaba manchada de barro. Tenía barro en las manos y en la cara. El barro había alcanzado su rostro (afilado y desencajado), creo que también su pelo (un poco enredado), y sus manos (delgadas, huesudas, frías).

Si la imagen en directo no lo hubiese desmentido, nuestra mente -qué locura- habría imaginado a la reina completamente llena de barro, como algunos periodistas decían que estaba. Sin pensarlo dos veces, sin malicia, llevados por el puro ardor del instante.

La tentación de la hipérbole es irresistible una vez demostrado que su magnetismo no tiene rival en la batalla por la atención. Réquiem por la mesura.

El rosario de adverbios de asombro terminados en ‘mente’ que escupieron los altavoces de la tele en aquellas horas de angustiosa visita real, igual que en muchos otros momentos y escenarios imprevistos, era abrumador. Y no pasa nada. Es comprensible. Somos humanos.

Me permitirán decir "puto infierno", dijo una presentadora respetable, profesional y sensible. Bueno, es un desliz. Qué más da. Así se entiende todo mejor, extremadamente mejor.