Al borde de la acera miraba desafiante a los lados, esperando a que volviese el

toro. Con un chino blanco y con un impoluto polo rosa, pisando finos hilos de

barro.

A su alrededor, un escenario de guerra. Los coches se amontonaban hasta un

segundo piso, como gigantes de hierro con marcas rojas y verdes de aerosol sobre los que los vecinos guardaban un extraño silencio. Los gritos de una chica

ofreciendo gafas, guantes y mascarillas desde una pick up con el escudo de su

extremeño pueblo rompieron el relato de aquel formidable hombre de eterna pose

gallarda. Era de Córdoba y el fútbol no le interesaba un pelo. Lo suyo era el toreo.

Él fue torero en Barcelona.

Llegamos antes del amanecer. Nunca había estimado el alumbrado público hasta

esa noche. Cuando el sol se pone, el día muere. Solo se oía el ruido lejano de las

máquinas trabajando cuando el pueblo duerme. Al caer la noche, las chicas salían

con un carrito ofreciendo a los vecinos cepillos de dientes, enjuague bucal, gel,

compresas y bocadillos. Con un gracejo místico conseguían que los vecinos

saliesen a escucharlas chicharrear desde sus balcones. Apoyados en los Santana

Aníbal que flanqueaban la vía principal, los soldados interrumpían su crónica del

Madrid-Osasuna para dar las buenas noches con un leve sentido de reverencia a

un joven que tira de un maltrecho carro del Consum en las tinieblas.

Las luces azules de los coches de emergencias interrumpían la negra noche.

Llegamos buscando a una señora sorda de la que nos llevaban días hablando,

como si fuera el soldado Ryan. Buscamos concienzudamente a la mujer, de la que

solo sabíamos que era sorda.

Como en un sueño, las calles cambiaban en lapsos de media hora. Las palas de

los tractores modificaban el patético estado de las calles. Los civiles y los

soldados vestidos de paisano se daban el relevo, cambiando el objetivo de sus

esfuerzos porque las necesidades, como la propia calle, cambiaban cada media

hora.

Dos días después, de casualidad, encontramos a la sorda. Una fila de trasteros

particulares se había convertido en uno solo. La intimidad de cuatro vecinos había

desaparecido y los recuerdos de toda una vida se habían mezclado con tabiques

colapsados bajo el barro. Del lodo afloraban vestidos, granjas de Playmobil,

árboles de Navidad y vajillas de boda. Mientras los cubos subían las escaleras, los

recuerdos quedaban sepultados en aquel trastero colectivizado. Nos fundimos en

el idioma de los largos y sinceros abrazos. A cien metros, el incólume torero

cordobés vigilaba que el toro no volviese desbocado por el puente del Ikea.

Al ver la luz del sol tras horas de trabajo en la penumbra con olor a mierda, sudor,

barro, cortes en las manos y un onírico eco, los civiles sufrimos alucinaciones naif

de una España nueva construida sobre las ruinas de su traición. Donde había un

naranjo solo queda un terraplén levantado. Una montaña de coches era sustituida

por toneladas de barro, sofás y pupitres unos pocos minutos después. Donde

había un legionario de Almería o un bombero forestal de Asturias hay un hermano.

Donde había un voluntario que agotó sus vacaciones paleteando hay un héroe.

Donde sobrevino un toro bravo que arrambló con el Estado solo queda España.