"Para educar hace falta la tribu entera", viene a decir el clásico proverbio. Y sí, coincido. Educa toda la tribu, y dentro de la tribu están también los medios de comunicación, y las redes sociales, y el cine que se ve, y la música que se escucha, y la literatura que se lee... Dicho de otra forma: no sólo educa el colegio, no sólo educa la familia. Medios, redes, dispositivos y plataformas realizan su labor educativa: para lo bueno y para lo malo, para mejor o para peor. Educan o maleducan, pero su labor es efectiva, porque causa efectos. Efectos que propician que el proceso de socialización se desenvuelva de una u otra manera. Efectos que contribuyen a percibir de un modo u otro al cercano y al distante, al similar y al distinto.
Si en cualquier edad resulta importante reflexionar sobre las consecuencias de esos efectos, más aún en el caso de menores. Aprovechando el Día Mundial de la Infancia, la semana pasada, en Salamanca, se desarrolló una mesa redonda que afrontaba esas cuestiones. Organizada por la Casa Escuela Santiago Uno y por la Fundación Mil Caminos, me invitaron a formar parte de la mesa, y era de justicia acudir. En otra ocasión trataré de ocuparme con más calma de la encomiable labor que despliegan ambas entidades.
Hay un reto esencial desde el punto de vista educativo. Tan esencial como que es también, considero, un decisivo reto ético: transmitir que a las personas nos une mucho más que todo aquello que nos separa. La diversidad se vuelve enriquecedora si, sólo si, somos conscientes de compartir algo más profundo y valioso que las particularidades que nos hacen diversos. En esa transmisión y respeto hacia aquello que nos vincula como seres humanos, también la comunicación juega su papel. Medios y redes contribuirán a que se perciba u olvide tal aprendizaje. Nunca ha sido cuestión menor discernir la anécdota (los rasgos identitarios que nos diferencian) de la categoría (nuestra compartida naturaleza humana)
En la reseñada mesa surgieron múltiples temas. Aunque no haya espacio para contemplarlos todos, aludiré de forma breve a dos vertientes más. Por un lado, se abordaron las prácticas amenazantes que se desenvuelven a partir de móviles y tabletas. Esos desafíos no siempre son nuevos. En la edad analógica, por decirlo así, también podríamos haber encontrado algo parecido al ciberbullying, al grooming o al sexting. Pero es constatable que el escenario digital y las posibilidades tecnológicas otorgan una peligrosidad añadida a esas amenazas.
Por último, se me preguntó por esa focalización mediática que sesga y estigmatiza. Ciertamente, ocuparse con desproporción de lo problemático (obviando hechos positivos que también se desprenden de una misma realidad) es la antítesis del ejercicio profesional. A este respecto, quizá el Memorial de Auschwitz nos permita extrapolar. Este Memorial nos brinda sobresalientes enseñanzas, y una de ellas es subrayar que las cámaras de gas no iniciaron el Holocausto. Auschwitz es “el final de un proceso”: el colofón a un minucioso engranaje, en funcionamiento desde tiempo atrás. El odio no se reprodujo por esporas. El odio no surgió de forma espontánea y azarosa. El odio se fue labrando a través de estereotipos, prejuicios y falsedades, hasta conseguir la deshumanización de la víctima. Y conseguida la deshumanización, claro, ya todo abismo resulta asumible. En esas corrientes de señalamiento y demonización, lo comunicacional vuelve a desempeñar su protagonismo. Sin embargo, quedémonos con un resquicio alentador: las derivas excluyentes se retroalimentan con la comunicación, pero ciertos usos comunicativos también ayudan a desactivarlas. Ya se dijo: la aludida tribu… y su abierto potencial.