Érase una vez, un audaz pastorcillo bregaba con denuedo en sus tareas. Gentil y servicial, atractivo y exquisito, bondadoso y progresista, se hacía llamar Pedro, y velaba sin descanso por el bienestar de su ganado. Protegía a su rebaño de la ultraderecha, con la misma destreza y eficiencia con que ya antes lo había protegido de la amnistía, los indultos y los chantajes del independentismo. Oh, Pedro. Pocas cosas se le resistían, porque para eso firmó, sin escribir, irresistibles manuales de resistencia [ándate con ojo, narrador, no quisiera acabar deduciendo que estás colando heterodoxas ironías].
Cuenta la leyenda que Pedro era, en todo, el 1 [cómo que “cuenta la leyenda”, agente de la fachosfera: los fact checkers más independientes del lugar han corroborado que estamos ante un hecho fehaciente]. Mis disculpas. Cuentan las crónicas verificadamente verificadoras, que pocos seres humanos han existido sobre la faz de la tierra con tantas indómitas facultades para el bien. Pedro era magnánimo y desprendido, justo y solidario, valiente y entregado. Entre todas sus innumerables virtudes, su vocación por la verdad ya era punto y aparte.
[Añade algo sobre la humildad de Pedro, porque se te olvida, y esos despistes no salen gratis. Hay gente que, por menos, forma parte de ese listado de indeseables que configura Óscar Puente desde su ministerio]. Cierto, la humildad. Pedro era humilde como pocos [“¿como pocos?”; corrige eso de inmediato: solo los reaccionarios pseudomedios podrían ningunear tal primacía, dando a entender que han existido seres de luz equiparables a nuestro Pedro]. Ok, voy. Pedro era el más humilde y dadivoso ser que jamás alcanzó a conocerse. Tras el intento de pucherazo en su propio partido… [otro bulo de la máquina del fango: la fachosidad habita incluso entre nuestras filas]. Perdón. Suprimo e inicio párrafo.
Allá por 2017, montose Pedro en un Peugeot, junto a otros tres estadistas sin igual: Ábalos, Cerdán y Koldo. En ese vehículo... [“paritario”, fachoso, di que ese viaje era “paritario”]. En ese vehículo desbordante de paridad, afloraba por doquier talento, mesura, resiliencia y búsqueda del bien común. Aquel trayecto desembocó, desbocado, en La Moncloa, propiciándose desde entonces un frondoso vergel de la gobernanza, donde frutos y conquistas aumentaron sin freno. Y así fueron pasando los años. Y el caso es que Pedro dijo muchas veces que venía el lobo, que venía el lobo, pero no advirtió que había llegado Lobato.
Los mensajes que Lobato llevó al notario acreditan que La Moncloa difundió información confidencial, buscando un rédito partidista: destruir a una adversaria política. Lobato no combatió las prácticas mafiosas de La Moncloa, de modo que su actuación nada tiene que ver con la heroicidad, y sí con la burda cobardía. A él le bastaba con que la mezquindad hubiese sido publicada en los medios, de manera que, cuando eso pasó, ya no tuvo inconveniente alguno en sermonear al respecto desde la Asamblea de Madrid. Sus escrúpulos morales no dieron para más [te permito esto porque Lobato ya es un apestado en nuestras siglas, pero hay cosillas en el párrafo que no me convencen].
Solo queda espacio para una rápida referencia al homérico papel de cierto periodismo [“perio… ¿qué?”, jajaja]. Cuando La Moncloa necesitó filtrar un documento secreto, allí estuvo raudo El Plural. Con El Plural, tan singular, pasa como con el silencio: basta invocar su nombre para que desaparezca… o se perciba el sinsentido de su denominación. Su entonces directora hoy ya tiene cargo en el Consejo de RTVE, porque su incontestable profesionalidad así lo requiere [¡¡¡te pillé, fascistón, menuda inventada!!!; has escrito frases sin creértelas, te vas a enterar: a Idafe vas].