Nunca sabe uno en realidad por qué huye cuando huye, pero huimos. Lo hacemos constantemente, incluso de forma inconsciente. Huimos huyendo de una situación incómoda, para desembarazarnos de alguien molesto, para escapar de la luz estridente de los focos, para librarnos de una simple congoja o para encontrar el equilibrio que nos falta. Huimos también cuando abandonamos el hogar y emprendemos un viaje quimérico, pensando encontrar, quién sabe, un lugar idílico, arcádico, un rincón imaginario que no se parezca al lugar que dejamos atrás y donde todo sea posible. Si es un acto de valentía o un imperativo categórico al que nos vemos empujados para sobrevivir es algo que aún está por determinar. En mi caso, que resido en una zona de Madrid históricamente estigmatizada por la mala publicidad de su adjetivo —periférica— el verbo huir no es un capricho, sino una necesidad. Necesidad que, común a todos, siempre está relacionada con el timbre y el tempo de la actualidad, es decir, con el ruido ambiental y el vértigo de la vida.
Este verano, inmerso en la escritura de un libro que requería cierta urgencia, tuve la necesidad de huir de la contaminación verbal y encontrar un lugar en el que poder escuchar mi voz sin interferencias. Me alejé de las redes sociales para no estar condicionado por esa tendencia a la declaración que nos impone el presente, con la intención de que cada palabra que pudiera salir de mi boca fuera canalizada en una sola dirección y sirviera al único propósito de escribir un libro.
Hice la maleta, metí en ella todos mis bártulos, diez kilos de ropa, cincuenta de libros y una mochila. Parecía Alfredo Landa llegando a Madrid en los años 60, aunque en este caso no aterricé en la T1 del aeropuerto de Barajas, sino en mitad de la carretera comarcal VA-223. Cuando me apeé del autobús y puse un pie en Molpeceres, lo que sigue siendo una humilde pedanía pucelana en el corazón de la Ribera del Duero se convirtió en una transfiguración del bosque de las Hespérides, en el valle donde mana el agua de la fuente Castalia, y sus colinas me parecían la cumbre del Monte Ida, morada de los dioses olímpicos. Creía que todo era posible. Y aunque algunos no tengamos más remedio que vivir en la ilusión porque la realidad nos parece inasumible, rara es la ficción que pueda superar la realidad.
Allí me refugié todo el verano, y aprendí cosas valiosas. La primera, que la imagen excesivamente bondadosa que nos hemos formado del campo como un lugar idílico y pintoresco, evasivo y romántico, proviene de la literatura y del desconocimiento. Es irreal. Uno puede considerarse afín a la soledad, o incluso ser solitario por naturaleza, pero descubrir el vacío, atravesar el desierto de la incomunicación, resignarse a la soledad o tener que aprender a hablar con uno mismo porque nadie puede prestarle atención, son deportes de alto riesgo al alcance de muy pocos. Sólo después de muchas preguntas obtuve algunas respuestas, y no fueron agradables: si soñaba con emular algún día, en un futuro que en realidad no existe, algunos de los principios de la vida de San Jerónimo, Simeón el Estilita o San Bernardino de Siena, todo me parece hoy inalcanzable. Mis aspiraciones ascéticas eran puras ensoñaciones, hermosas, tal vez, pero falsas, como tantas otras cosas y personas que se me han ido cayendo por el camino desde entonces.
Diseñé una rutina imaginaria que no siempre cumplía. Paseos diarios de veinte kilómetros, ejercicios físicos, cualquier excusa era buena con tal de que mi cerebro no colapsara. En ocasiones lo lograba; en ocasiones me hundía. Desesperado, me marqué otro propósito: leer en voz alta mientras paseaba. Es una habilidad que me ha salvado de no pocos abismos. Sin querer, mientras entonaba esas palabras, memoricé el camino y me familiaricé con cada curva, cada tramo, cada piedra, cada árbol, cada arbusto. Y lo que al principio parecía tan sólo una llanura árida y pedregosa sin sentido fue convirtiéndose en una enciclopedia viviente cuyos misterios exigían una interpretación. Así aprendí a leer el paisaje de Castilla, esa página metafísica repleta de enormes lienzos de trigo que dejaron de ser monótonos cuando advertí que la única monotonía es la desidia que cada uno arrastra en sus ojos. Recordé las palabras del papa Francisco: «Olvidamos que nosotros mismos somos tierra» (Laudato si’, 2015). Pero con qué facilidad olvidamos.
Ahora bien, dejando a un lado mi experiencia personal, y volviendo al barro de esa encíclica papal, existe un problema todavía mayor que convierte mis pesares en simples anécdotas. Me refiero a la despoblación rural. ¿Por qué hemos abandonado nuestros pueblos? ¿Por qué están vacíos?, nos preguntamos. Los pueblos padecen una gravísima desafección administrativa del Estado porque dependen exclusivamente de la mecánica de censos: a mayor número de personas censadas, mayor cantidad de presupuesto. Es una fórmula que, como en el caso de Molpeceres, un pueblo entre miles, impide el crecimiento no sólo económico, sino también humano, de tantísimos rincones de España. Tal vez algún día alguien se haga cargo de esta realidad. Mientras tanto, aunque nos guste aseverar que el hombre es un lobo para el hombre, lo cierto es que sólo las personas pueden salvar el entorno en el que viven, porque el entorno, conviene recordarlo, no es nada en sí mismo sin nuestra presencia. No lo digo yo, lo dijo Schiller.
Ahí me di cuenta de algo infinitamente más importante que mi soledad, mis preocupaciones o mi dolor. Si disponer de un rincón al que poder regresar cuando creemos que la vida nos asfixia es un privilegio, tener amigos que te abren las puertas de su Arcadia cuando la realidad parece indigerible o directamente insoportable, es un regalo que pocas veces merecemos y jamás podemos devolver. Me demostré a mí mismo que el campo no era mi medio natural, pero asimismo tuve la fortuna de apuntalar un lenguaje que sólo se conjuga con la presencia humana. En una palabra, si en dos meses y medio no perdí la cordura fue sólo por un escueto puñado de amigos extraordinarios que, de vez en cuando, quiso dejarse caer por ese rincón de Castilla para impedir que me despeñase por el precipicio de la locura.
Es decir, por mucho que me lamente, soy una persona afortunada, pero el problema continúa y nos incumbe a todos. Los pueblos necesitan personas, y las personas necesitan un lugar donde vivir. Si algún día lográramos conciliar esa necesidad, que es mutua y dramáticamente global, tal vez el mundo sería un lugar distinto, más habitable, y nosotros seríamos conscientes de algo más valioso todavía: que nada importa nada mientras el silencio desolador de un pueblo inhabitado se rompa con la alegría triunfante de una nueva familia que entra a vivir en él.
Mario Colleoni. Ensayista, historiador del arte y autor de Contra Florencia.