Felipe VI acaba de ser distinguido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Nápoles Federico II. Aludiendo a la Universidad (no a una en concreto, sino al conjunto de la institución universitaria) nuestro rey apuntó: “Debe ser el lugar en que aprendamos a buscar la verdad”. De la frase me agradan, por lo pronto, dos cuestiones: la apelación a la verdad (cuando está tan en auge negar su existencia) y la apelación a la búsqueda (cuando tantos activistas y militantes ya encontraron, y por eso rechazan buscar cuanto se aparte de sus convicciones y cuanto haga tambalear sus prejuicios).
Hay múltiples declaraciones de políticos y analistas que niegan la posibilidad de dar con lo veraz, o circunscriben lo veraz a un consenso mayoritario. Agotaría la columna enumerando intervenciones de esos carices. Así que hoy, a modo de ejemplo, me quedaré únicamente con Salvador Illa. Durante su investidura como president de Cataluña, el pasado agosto, señaló: “La verdad en una política democrática la dan los ciudadanos”. Oh, oh. Repitamos con más énfasis: ooooohhhhh, Illa, ooooohhhhh.
Salvador Illa es un señor que deslumbra a cierta gente porque dice las cosas en bajito y con tono circunspecto. Y a esa gente convendría recordarle que se pueden soltar sandeces como panes, por muy estupendo que te pongas en la formulación de las mismas. La cuestión cuantitativa nada tiene que ver con la verdad. Ni en una “política democrática” ni en una política dictatorial ni en una política mediopensionista.
Podríamos consensuar de forma unánime que la ley de la gravedad no existe, pero si decidimos saltar al vacío sin sujeción, esa unanimidad no va a librarnos del golpe. Ángel Ganivet se resistía a creer en la sinceridad de quienes nada daban por seguro. Ante escépticos desmesurados, ante quienes malinterpretan un higiénico y comedido escepticismo, Ganivet planteaba su pequeño test: les otorgaría confianza cuando les viera sentarse en la vía del tren, y comprobara cómo aguardan impertérritos la llegada del convoy. En ciertos ámbitos, los batacazos y los atropellos no se perciben de forma tan inmediata, pero eso no quiere decir que no existan, y eso no implica que no acarreen magulladuras.
Los hay que se lamentaban de los “hechos alternativos” que Trump enarboló, como argumentario, la primera vez que accedió a la Casa Blanca. Se lamentaban de ese despropósito, y sin embargo aceptan las otras milongas reseñadas. Los desbarres trumpista y salvadorillanesco vienen a evidenciar erosiones de nuestro tiempo: se ha menoscabado la concepción de que existen hechos, de que es posible verificarlos, y de que es asumible transmitirlos con veracidad; con independencia de que muchos o pocos los perciban como tales (como hechos verificados) y al margen de que muchos o pocos coincidan o discrepen con tales hechos constatables.
Todo eso se ha erosionado. Así que se percibe como inviable encontrar la verdad, y ésa es una facilona coartada para no salir a buscarla. Dinamitados los hechos, nos quedan tan solo “relatos”. Los habituales “relatos” que tan en boga se encuentran, y que cada facción busca fabricar con interés propagandístico. Por eso, comprenderán, me reconforta que desde Nápoles aún se escuche alguna voz (alguna voz real, alguna real voz) dispuesta a reivindicar la verdad.