Ya se conoce un particular listado de asesores ministeriales. El propio presidente Sánchez había pregonado la medida, anunciando un gran desembarco de científicos en las entrañas del Gobierno. Debe ser que esta vez no hubo “cambios de opinión”, y la ONAC (Oficina Nacional de Asesoramiento Científico) ha mostrado su selección, con el propósito de que la ciencia participe en el “diseño de las políticas públicas”. Cabría recibir la medida con expectativas positivas si sirviera para reforzar el rigor y descartar improvisaciones y ocurrencias panfletarias. Sin embargo, son precisas ciertas cautelas.

1. Es constatable que la naturaleza científica de alguien puede verse doblegada por su militancia partidista y/o por su dependencia del Ejecutivo. Las premisas científicas se ven así subordinadas a la soflama de las siglas, a la cháchara ideológica, y al provecho gubernamental. Por ilustrar: (1a) No hará falta recordar que Tezanos sigue al frente del CIS, y que su condición de científico social hace mucho tiempo que quedó supeditada a su carné socialista. (1b) Tampoco hará falta rememorar algunos espectáculos que brindó Fernando Simón. Este médico epidemiólogo fue portavoz de la gestión contra el coronavirus, y en más de una ocasión renunció a su faceta científica, para asumir la bandería: como cuando no había mascarillas, y en vez de explicarlo con naturalidad y tratando de adulta a la ciudadanía, apostó por rechazar su uso, y una vez que llegaron las existencias de mascarillas, pasaron a ser obligatorias.

2. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, describió cómo los movimientos totalitarios se interesaron por lo científico a conveniencia y, al alcanzar el poder: “Los nazis prescindieron incluso de aquellos investigadores que estaban dispuestos a servirles, y los bolcheviques emplearon la reputación de sus hombres de ciencia con fines enteramente anticientíficos y les obligaron a desempeñar el papel de charlatanes”. Para que se tranquilice la claque gubernativa que pudiera leer estas líneas, añadiré: no estoy comparando regímenes totalitarios con un asediado sistema democrático; estoy comparando conductas y actitudes. Aludo, por ejemplo, a la instrumentalización de la ciencia por parte de gobernantes sin escrúpulos.

3. En la cacareada lista de la ONAC, resultan desplazadas las Letras. No es que brillen por su ausencia, sino que han sido ausentadas por su brillo. Como explicaba con acierto Lola Pons, filóloga e historiadora de la lengua, “nadie en ese listado pertenece al área científica de las humanidades. En esa tarea de conexión entre ciencia y Moncloa, “somos prescindibles”. Ni filósofos, ni historiadores, ni restauradores, ni lingüistas… ¿Para qué?, debieron pensar. Ni romanistas, ni traductólogos, ni geógrafos… ¡Sólo faltaba!, quizá añadieron.

El artículo de Lola Pons se titulaba “Sangre sucia” (El País, 14-12-2024), tomando esa metáfora de Harry Potter. En las novelas escritas por Rowling, es un término despectivo para referirse a quienes no presentan el linaje fetén de la magia: no serían hijos de auténticos magos, sino que vienen de “muggles” y, en consecuencia, por mucho que se formen, siempre correrá por sus venas “sangre sucia o impura”. Aunque el boato propagandístico del Gobierno sentenció que España se situaba en la “vanguardia internacional” del asesoramiento, la citada catedrática más bien advertía una “vanguardia desequilibrada, reduccionista y antihistórica”. En la Edad Media, ejemplificaba Pons, “el gran factor de modernización de la corte castellana” fue sacando a la aristocracia, para dar cabida a cualificados perfiles. Siglos después, ya ven, los supuestos paladines de la paridad asumen otros abolengos, para dejar fuera a la “sangre sucia” del conocimiento.