El coeficiente de la población que pone reseñas debería ser tema de estudio sociológico. La democratización de la opinión nos polariza en servicios de una y de cinco estrellas, porque o amamos u odiamos.

¿Quién pondría una reseña mediocre de un sitio mediocre? Fuera a parte de la compra de valoraciones, la mayor parte de las que ahí pacen son un auténtico escáner de la sociedad pusilánime y rastrera en la que se ha convertido España.

Las buenas son concisas, de una línea si me apuras, destacando la profesionalidad o el servicio con adjetivos de parvulario y que lo mismo describen una perfumería, un taller mecánico o a El Corte Inglés, sin embargo, ay las malas. Para las reseñas de una estrella el opinador tocado por la varita de la democracia se arremanga y se emplea, comenzando su argumento extrañando menos estrellas: “le doy una estrella porque no le puedo dar menos”. El español medio saca toda su artillería para rascar una noche de hotel gratis o el abono de un plato que no estaba a su gusto.

El cretino sin criterio desempolva el diccionario y se ensaña hasta quedarse sin caracteres. Te habla sobre los precios de la corvina, minutas de notario y pastillas de freno. Trata de autorizar su valoración o resalta algún aspecto positivo intrascendente en el servicio para reforzar su opinión de mierda. Te cargas un negocio entero porque tardaron en traerte la cuenta. El negocio no puede responder con sinceridad porque el cliente siempre tiene la razón y cuando el opinador se convierte en buscador, las que cuentan son las reseñas malas. “Es que ayuda a mejorar y a que se pongan las pilas, también premian a quienes no las tiene malas”, son los argumentos de dictadorcillo escolar, de chivato de encerado que apuntaba a quien hablaba mientras la seño iba a por tizas a la clase de al lado. Ni las buenas ni las malas ayudan. El refuerzo positivo de Paulov y el escarnio de Carlos Boyero son negativos para que la sociedad cumpla la mayoría de edad.

Democratizar los pareceres es otro mal de nuestro tiempo. Uno de tantos. Desclasar el juicio profesional y tirarlo como un pañuelo usado solo podría alegrar a quien arde en deseos de tener un criterio y solo tiene una opinión. Ese es el mal de las opiniones, que son como los culos: todos tenemos uno.