“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de los presentes …”. Hechos de los Apóstoles 2, 1-5
Esa es la base de fé que sustenta la celebración religiosa del día de Pentecostés que, en Bruço, freguesía perteneciente al concejo de Mogadouro, aún se celebra con toda su intensidad de fé, participación y también vistosidad. Ello a pesar de que estos pueblos de la frontera pierden población y se ven abocados al olvido. Es la imagen fija de muchas de las construcciones que, si un día albergaron vida, hoy los arbustos, las telarañas y los desconchones de la pintura que cubre las fachadas.
Pero Bruçó también es vida. Es savia nueva que emerge cada 25 de diciembre con la fiesta de invierno de ‘Os Velhos’, mascaradas que reviven la tradición y hacen que los ritos sean unión sagrada de los vecinos. Pero también es fé, vida y tradición su fiesta de Pentecostés, una de las festividades grandes del pueblos, asegura a este Carrilano el alcalde presidente, João Possacos. Es la participación y la convivencia de una comunidad que se niega a fenecer.
Este domingo primaveral, con brisa gélida que parecía emerger de las profundidades del cañón del Duero, donde el embalse de Aldeadávila se convierte en atracción, el Carrilano llega al pueblo tras dejar atrás Alfândega da Fé con sus cerezas y también Lagoaça que está en fiesta y sonaba la música de la banda amiga de Carviçais. Un municipio que aún guarda rincones con esencia de antaño. Caseríos que muestran lo que pudo ser en el pasado y no lo es en el presente. Pero también es vida con la ingente cantidad de nuevas construcciones, dentro de la típica anarquía portuguesa –y leonesa- en las formas, materiales, gustos y colores.
Es la comida familiar de Possacos –al que el Carrilano encontró entre fogones preparando un inmenso horno para los asados- que habla de día grande. De la abundancia en la mesa, de los variados olores y sabores y, cómo no, de esos dulces que en Tras-os-Montes son únicos por la variedad, la dulzura sin llegar a empalagar y la sencillez. Pero también los vinos caseros, tintos y blancos, como ese ‘generoso’ que ni el más importante Porto podría competir… La cordialidad y amabilidad de las gentes transmontanas que hacen realidad la canción ‘Uma casa portuguesa’ de la fadista Amália Rodrigues.
Suenan las campanas de la Madre Iglesia –como aquí llaman al templo principal- que convocan a los actos religiosos. El pueblo, ataviado con ropas de días de fiesta, se congrega en la plaza para asistir a los actos. La iglesia, adornada con primor sin demasiado barroquismo, está bella como un cuadro que recuerda el Carrilano de sus años de niñez. Las mujeres toman asiento, porque, en esta ocasión, son los hombres los mayordomos o ‘mordomos’ que vestin con una pequeña blusa roja. En la sacristía prenden los cirios que saldrán en procesión. Mangas, pendones, estandartes y faroles presiden el cortejo.
Finaliza la misa, en la que ha tenido importante protagonismo la Banda de Música de Mogadouro, para comenzar la procesión con 14 imágenes. Unas de mayor, otras de menor tamaño. Llama la atención en estas procesiones que siempre desfila la imagen de la Virgen de Fátima. Pero no es el caso, sino el desfile que parte de la capilla del Espíritu Santo que se enfrenta a la Madre Iglesia. Comienza el cortejo y también el ritmo de la Banda de Música… El paseo por las calles se hace a ritmo cansino mientras que desde balcones, balconada y ventanas se lanzan pétalos de rosa al paso de las imágenes. También acompañan flores que marcan el camino como un sendero en las empedradas callejas.
Después de una larga procesión, comienza la fiesta popular. Al ritmo floreado de la Banda de Música los vecinos van de fiesta hasta la casa de los nuevos mayordomos. A su puerta, se entrega el simbólico estandarte al hombre y el preceptivo ramo de flores a la mujer que, con el saludo del alcalde presidente y los vecinos, permite el paso para celebrar el convite.
Abundancia de cerdo asado al modo portugués, que por aquí llaman ‘porco ao espeto’, buen vino y zumos, y dulces en abundancia. Es el momento del convivio –la convivencia vecinal- que es la mejor esencia social que se puede encontrar en estas tierras transmontanas. Todos por igual y todos de la mano. Es el trato con el vecino y el saludo al que llega. Es compartir la palabra aderezada de gastronomía y buen caldo. Y, para finalizar, el baile. El que pone la guinda a todo un pastel de tradición y fé.
El Carrilano deja Bruçó cuando el sol se hunde en las profundidades de los altos del Duero. Atrás queda el sabor de la amistad y el corazón grande de estas gentes de frontera creadas a imagen de un río duro, abismal, único. Aún quedan rincones en este Duero con la esencia de antaño. Vale la pena cruzar el viejo río y conocer la realidad del otro lado. En la distancia, corta, quiere asomar Aldeadávila que escucha la música y las campanas de este lado. Bruçó, más allá ‘dos Velhos’ -caretos-, a pesar de que el careto Miguel Marcos añora las espaldas del carrilano por esas calles de Dios en tiempos del solsticio de invierno, es mucho más. Es tradición, amabilidad, convivencia, esencia portuguesa y reivindicación rural de esa 'República Independiente de Aldedávila y Bruçó’ que romperá sus muros con ese puente de cuerda que dicen llegará.
El Carrilano se hace eco de las palabras de Henry Miller cuando aseguraba que “nuestro destino de viaje nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas”, ay!
REPORTAJE GRÁFICO LUIS FALCÃO