La leyenda del feudal de Hinojosa de Duero
El orgullo engendra a los tiranos, pero también es capaz de derrocarlos. Cuando inútilmente llega a acumular imprudencias y excesos, se precipita sobre un abismo de males que fundamenta el aunar las buenas voluntades para deshacerse de las injusticias. El orgullo de los pueblos es origen de múltiples tradiciones que aún perviven en la memoria de sus habitantes, recordando las gestas que un día sus antepasados protagonizaron para que heredaran un mejor porvenir. En algunos casos estos relatos se documentan sobre hechos históricos, pero en otros se fundamentan sobre una tradición oral transmitida de generación en generación. Así ocurre en Hinojosa de Duero.
Cuenta la leyenda que hace siglos esta aldea del Abadengo estaba dominada por un señor feudal desde cuyo castillo tiranizaba a los lugareños. Carecía de escrúpulos. Mucho menos de piedad. Al contrario que en otros dominios, donde el poder se mostraba con respeto y vasallaje, en Hinojosa el caballero no hacía honor a su nombre. La plebe consideraba que era el mismísimo diablo reencarnado y su alabarda el tridente con el que oprimir a quien se le antojara.
Entre los muchos abusos cometidos por el señor feudal su preferido era el derecho de pernada, gozando de todas las jóvenes que contraían nupcias con timoratos campesinos. El malestar crecía como fluyen los arroyos cuando el deshielo incrementa paulatinamente su caudal. Hasta que un día de San Juan el señor de la villa quiso tomar por la fuerza a la doncella más pura, la más querida por todos sus convecinos. Ni siquiera había querido que terminara el banquete de la boda para que acudiera a sus aposentos y desvirgarla con lujuria. El pueblo decidió que había llegado la hora de plantarle cara al tirano, implorando a los cielos que acudieran en su batalla contra el maligno.
Los campesinos se armaron de orcas y hoces. Cualquier herramienta labriega era buena para la causa. Nadie dio un paso atrás. Estaban decididos a cortar de raíz los abusos de su señor. Había llegado la hora de tomar el castillo. Y así lo hicieron. El silencio de la noche se quebró con los gritos de justicia de los lugareños, mientras sus mujeres rezaban para que regresaran victoriosos. La oscuridad se iluminó con antorchas prendidas por rencor y resentimiento. A cada paso dos puños más apretados clamando venganza. A cada esquina de una calle, nuevas esperanzas en derrotar al mal.
La brisa de la noche transportó el alboroto hasta el castillo, donde el tirano aguardaba excitado a su presa. Al escuchar los gritos desde la alcoba comprendió que se avecinaba una rebelión. Encolerizado, mandó a sus soldados no dejar un campesino con vida. Estaba dispuesto a exterminar a todo aquel que osase cuestionar sus decisiones. Compraría cientos de esclavos para cubrir su hueco si así fuera preciso. Pero sus órdenes no encontraron respuesta. Buscó por cada una de las habitaciones del castillo, pero no halló soldado alguno. Entonces, al asomarse a la ventana, comprendió. A las puertas del castillo aguardaban para dejar a los campesinos cumplir su objetivo.
Al fondo, el amarillo de las antorchas. Sobre el suelo de su alcoba, el amarillo del orín del señor feudal. Abajo, el pasillo conformado por los soldados para facilitar la entrada al castillo de los sublevados. A la espalda del tirano, el pasillo que conducía hacia la huida. ¿Huir yo? Jamás, bramó el señor feudal. La muchedumbre avanzaba firme. Prácticamente ya toda la calle estaba iluminada con antorchas. Eran más de los que hubiera jamás llegado a imaginar. Y la soberbia se transformó en cobardía. Huyó del castillo con lo puesto, unos simples calzones, cual diablo con el rabo entre las piernas.
Los campesinos accedieron sin mayores problemas a la fortaleza. Uno por uno, fueron recorriendo cada aposento en busca del señor feudal, pero no hallaron rastro alguno. Sobre la mesa, la cena sin concluir. En el dormitorio, todas las mudas intactas. Rastrearon cada rincón, cada escondite, cada pasadizo secreto, pero sin éxito.
Comprendiendo que su opresor había huido, el joven campesino cuya esposa iba a ser ultrajada ascendió hasta el lugar donde se encontraba la bandera del castillo, la tomó entre sus manos, y la ondeó con fuerza ante la ovación de todos los presentes en señal de victoria. Desde entonces, cada día de San Juan los mozos de Hinojosa de Duero bailan la bandera en recuerdo de aquel día en que el pueblo decidió cambiar su destino, fecha que también se recuerda con un mercado medieval especial a comienzos de agosto.