Explosión del depósito de pólvora de Ciudad Rodrigo hace doscientos años
La Capilla de Cerralbo, como sucedió con la Catedral, fue utilizada en diversas ocasiones como depósito de pólvora y municiones. Ya en Plena Guerra de Secesión de Portugal, en 1662, antes de que estuviera terminada la Capilla, el Cabildo se dirigía al Marqués de Cerralbo haciéndole ver el peligro que suponía el haber sido convertida tal iglesia en depósito de pólvora, por el Duque de Osuna.
A raíz de la Guerra de la Independencia, los peligros que siguieron gravitando sobre la ciudad impulsaron a las autoridades militares a utilizar ese templo, una vez más, como almacén de pólvora y de "Bombas y demás Bolerío". Así estaba en 1818, y por cierto, con la inquietud de los vecinos, por los riesgos que con ello corría el pueblo.
En la mañana del 22 de octubre de ese año, cuando la gente se hallaba entregada a sus ocupaciones y en la Catedral se estaba celebrando la Misa Mayor, una explosión inmensa conmovió al pueblo. Temblaron los edificios y una columna de humo y de polvo se elevó sobre la población. Alrededor de la Capilla de Cerralbo unos edificios se cuarteaban, otros se venían abajo. Sólo la Catedral -fortissima, civitatensis- mostró serlo en las piedras, como lo era por los hechos de su brillante crónica.
Se examinaron las bóvedas altas y bajas y se comprobó que no habían sufrido daño alguno. No así la Capilla de Cerralbo. En ella se había producido una formidable explosión. La cúpula -la media naranja- se había despegado de los muros, aunque volvió "a caer a plomo sobre su base, pero enteramente cuarteada, destrozada la linterna", como dice Hernández Vegas. Todo el edificio sufrió una gran conmoción. En él, un desgraciado se debatía lleno de dolores y de sangre. Se llamaba Isidro Cifuentes y tenía fracturadas las dos piernas.
La confusión y la alarma de los primeros momentos fueron cediendo a medida que se comprobaba que, no obstante los horroroso de la explosión, las desgracias personales habían quedado limitadas a las lesiones de Cifuentes, a quien, según frase del obispo de entonces, don Pedro Manuel Ramírez de la Piscina, Dios le dio ocasión "en que merecer" con ese sufrimiento.
Se sabe que quedó en gravísimo estado, sin que se diga en los diversos elementos de información que hemos tenido a la vista, si murió o no a consecuencia de las heridas. Huelga ya decir cuál fue la causa de la catástrofe. Así denominó al siniestro el propio Gobernador Político y Militar en comunicación dirigida al Obispo el mismo día en que se produjo.
La Capilla de Cerralbo, "la insigne capilla del Cardenal Pacheco", se hallaba, como queda dicho, repleta de bombas y granadas. La imprevisión de un artillero -dice Nogales Delicado- fue la causa inmediata de la explosión; pero la causa remota estuvo -claro es- en el imprudente almacenamiento de la pólvora y de los explosivos en un lugar tan inadecuado y tan propenso a daños catastróficos.
La explosión de las bombas "y demás Bolerío" fue, a su vez, la chispa que hizo explotar los ánimos. En la anterior ficha aludimos a la comunicación que el Gobernador Político y Militar dirigió al Obispo el mismo día del siniestro. Habían comenzado a trabajar los picos y las palas y comenzaban a trabajar las plumas.
En otra comunicación, la enviada por el Cabildo Catedral al Obispo a los dos días del suceso, se dice, claramente, que antes de producirse el mismo habían mediado insinuaciones y aun reclamaciones para que se trasladasen a lugares idóneos tan peligrosos aprestos militares.
De esos documentos y de otros que inserta don Jesús Pereira en su Ratos de Ocio, al tratar de este tema, se deduce que la reacción del pueblo fue seria; más aún, intranquilizadora. El señor Obispo la deja entrever en el escrito que dirigió al Gobernador Político y Militar de la Plaza, don Isidro del Saio, el propio día 22: "Al mismo tiempo que me ofrezco con todo el Clero para ayudar en lo que pueda y convenga para la salud, seguridad, tranquilidad, paz y sosiego -subrayamos nosotros-, en toda esta ciudad"; añadiendo que en el próximo correo daría cuenta a S. M. en cumplimiento de lo que se le tiene mandado de lo acaecido en este día en la forma y con la moderación que es propia de mi corrección y que corresponde al deseo de no ofender a nadie".
Pero es el propio Gobernador quien descorre el velo al reconocer en un largo escrito que dirigió al Obispo diez días después del suceso, donde transcribe otro que envió al Ayuntamiento, "que se había criticado... públicamente la conducta de los jefes" encargados de ese servicio; y al decir "que si un solo vecino o habitante de esta ciudad es capaz de promover conversación que lastime la buena opinión y respeto que merecen todas las autoridades así militares, como eclesiásticas y civiles, tomaré contra el que delinca la providencia más severa...".
No hay para qué decir que inmediatamente se hicieron las gestiones oportunas para evitar en el futuro desgracias análogas a las que acababan de caer sobre el pueblo. Todos tuvieron como providencial que la explosión no derivara en horrorosa catástrofe. El Obispo alababa a Dios por haber librado de la muerte a todo el pueblo, y el Cabildo se expresaba en términos semejantes. El Gobernador reconocía que la explosión originó "menos estragos que los que pudiera haber producido".
El señor Obispo anunció su propósito de celebrar en acción de gracias, Misa de Pontifical, al final de la cual se cantaría un Te Deum. Como los actos habían de tener lugar en la Catedral, el Cabildo invitó al Ayuntamiento, y el Obispo al Gobernador y a los organismos militares de la Plaza. La Capilla de Cerralbo se mantuvo durante muchos años en el lastimoso estado en que quedó después del siniestro.
Fue un Obispo insigne, todo caridad y celo, todo humildad, inspirado apóstol, don José Tomás de Mazarrasa y Riva, quien, secundado por la gran inteligencia de don Santiago Sevillano, llevó a cabo las obras de restauración entre 1885 y octubre de 1889 en que fue nuevamente consagrada la iglesia, que fue cedida por entonces para templo parroquial por don Enrique de Aguilera, Marqués de Cerralbo.