Castilla y León

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La cocina de los tres obispos de Guijuelo

9 noviembre, 2018 19:41

La provincia de Salamanca fue en la Edad Media un constante campo de batalla. Diversas contiendas bélicas durante siglos entre cristianos y musulmanes, castellanos y leoneses, leoneses y portugueses, castellanos y portugueses propiciaron que las fronteras bailasen cual joven doncella interpretando el vals de los cisnes. La barrera natural que suponía el río Tormes hizo de la zona hoy conocida como Entresierras un importante bastión de los reinos que hoy forman una sola Comunidad Autónoma que todavía busca una fraternal identidad, pero que entonces eran enemigos a muerte.

La comarca de Guijuelo jugó un papel fundamental en la guerra entre León y Castilla, pues, tras la división territorial, la villa chacinera se convirtió en frontera de León, siendo Guijo y Cespedosa castellanos de Ávila y La Cabeza y Fuentes castellanos de Béjar. De ahí que algunos de los numerosos relatos transmitidos por vía oral de padres a hijos hayan llegado hasta nuestros días en forma de mito sobre una época fascinante cargada de misticismo y heroicidad, pero que también escondía su propia intrahistoria, hechos que pasaron desapercibidos para las grandes gestas pero que daban fe del contexto histórico y social del momento, como ocurrió en un pequeño caserío de Guijuelo.

Cuenta la leyenda que en una ocasión los obispos de Salamanca, Plasencia y Béjar se dirigieron a la villa para participar en un acto eclesiástico, donde coincidieron y departieron amistosamente a pesar de que la nobleza de estos territorios estaba constantemente enfrentada por amasar más poder entre tierras y villas a las que doblegar y dominar. No hay que olvidar que Béjar llegó a pertenecer a la zona extremeña bajo la familia de los Zúñiga y hoy la ciudad aún está bajo el Obispado de Plasencia, mientras la zona al este del río Tormes era en gran parte propiedad de los Álvarez de Toledo, con base en un principio en Ávila, y por tanto dependientes de su Obispado, hasta que se les concedió el título por el cual fundaron la Casa de Alba.

Concluida la liturgia y los fastos, acordaron verse tranquilamente en un lugar que no levantara sospechas y donde pudieran verse en privado. De esta forma, eligieron el Parador del Campo de la Cruz. Sentados a la misma mesa, charlaron amistosamente y el tiempo se diluyó como un azucarillo en el mejor café. El calor de la lumbre y la animosidad de la conversación hicieron que las horas se transformaran en segundos. Cuando el reino de la oscuridad se disponía ya a ocupar su temporal trono en una clarificante noche bañada por la luna llena, los tres obispos decidieron que había llegado el momento de volver a sus respectivos dominios. En ese momento, el mesonero, que hasta el momento se había mostrado respetuoso y prudente, espetó desde la lejanía: “No hace falta que vuestras mercedes tengan que regresar, porque ahora mismo ya se encuentra cada uno en sus dominios”. ¿Cómo podía ser aquello? ¿Qué clase de sandez estaba bramando el mesonero?

Los obispos le pidieron explicaciones y, según cuentan todavía los más viejos del lugar, en aquella cocina del Parador del Campo de la Cruz convergían los obispados de Salamanca, Ávila y Plasencia, pudiendo sentarse a comer a la misma mesa los tres prelados sin salir de sus territorios. Invadidos por la curiosidad, cada obispo regresó raudo hasta sus respectivas ciudades para comprobar aquel hecho de trascendental coincidencia. Revisaron decenas de libros y actas, horas y horas de investigación, de indagar hasta la letra más pequeña, y en efecto, en aquel pequeño caserío de la villa de Guijuelo, por extraño y milagroso que pareciese, se entremezclaban los designios terrenales de tres hombres nacidos para predicar la divinidad.

Entonces, los prelados decidieron que durante la celebración de la Feria Anual de Guijuelo, época en que se llevaban a cabo las mejores transacciones comerciales de la comarca para dar salida a los productos agrícolas y ganaderos de la zona, se reunirían en lo que hoy se conoce como el viejo parador para departir amistosamente. Y así fue, y se dice que incluso esta tradición se transmitió entre los sucesores de cada obispo en Salamanca, Ávila y Plasencia hasta que el sino del progreso, siempre tan caprichoso, volvió a tambalear las fronteras de un territorio que no ha disfrutado de estabilidad geográfica hasta finales del pasado siglo XX.

Tras la guerra contra los franceses, la desaparición de todas las casas de religiosos varones y la desamortización de los bienes del clero, el Concordato de 1851 marcó el inicio de una situación que conduciría a la división que conocemos en la actualidad. Así, la Diócesis de Ávila pasó a formar parte de la recién creada Archidiócesis de Valladolid, pasando al Obispado de Salamanca localidades como Armenteros, Bercimuelle, Bóveda del Río Almar, Cantaracillo, Cespedosa de Tormes, El Guijo, Peñaranda de Bracamonte, Puente del Congosto o Rágama. Lo mismo ocurrió con la Diócesis de Plasencia. A raíz del Concordato de 1953 entre el Estado español y El Vaticano, numerosas parroquias pasaron a otras provincias, intercambiándose entre Salamanca, Ávila y Plasencia. El Parador del Campo de la Cruz dejó de ostentar su epicentro, pero hubo un tiempo en que los destinos espirituales de tres provincias se regían desde la misma mesa frente a un buen vaso de vino y un plato del mejor tocino.