Región

El caimán de Santiago de la Puebla

30 noviembre, 2018 13:47

El poder de la fe es capaz de explicar lo inverosímil. Hoy día, en la era de las nuevas tecnologías, de la ciencia y la razón, todavía existe un algo más que escapa al creciente empirismo, un horizonte todavía muy lejano para el infraevolucionado ser humano. Si en la actualidad cuesta discernir esa barrera que trasciende al alma, hace siglos, cuando el vuelo de una polilla podría casi ser considerado como mágico, la plebe se asombraba con demasiada frecuencia.

Las iglesias, como lugares de compilación de la fe, esconden las pruebas de aquello que poco a poco fue quedando relegado allá donde habita el olvido. Objetos capaces de engrandecer el nombre de toda una localidad o capaces de infundir aleccionador temor para sus visitantes. Un caso muy curioso es la presencia de reptiles en los templos, exhibidos a los feligreses como prueba de las dificultades que la divinidad puede acarrear en ocasiones al débil ser humano. La provincia charra no podía ser menos, como es el caso del lagarto de Santiago de la Puebla.

Cuenta la leyenda que en una ocasión en este municipio de la comarca peñarandina se registró una gran crecida del río Margañán, que baña las orillas de Santiago de la Puebla. Entonces no había pantanos ni presas que regularan la capacidad de los torrentes fluviales que surcan el territorio salmantino, por lo que una crecida de las aguas era tan inesperada como dañina. Los lugareños, con gran precaución, lograron escapar de las oleadas fauces, pero otra mandíbula había surgido como inesperado regalo sorpresa. El río Margañán había arrastrado consigo un peculiar pasajero, un caimán. El nivel de las aguas descendió paulatinamente y los habitantes de Santiago de la Puebla recuperaron la normalidad de su vida diaria sin percatarse del nuevo vecino que había irrumpido en sus vidas. Tan a gusto debía sentirse el reptil que decidió quedarse por aquellos lares.

Cierto día jugaban en la orilla del río Margañán varios niños. Despreocupados, chapoteaban sin cesar. De pronto, entre la tranquilidad del líquido elemento fue surgiendo centímetro a centímetro una agreste figura. Sigilosa, había fijado ya su presa. Avanzaba sin demora, sin apenas dejarse ver. Lentamente recorría metro a metro. Palmo a palmo. Centímetro a centímetro. Cuando los niños quisieron darse cuenta ya era demasiado tarde, el caimán había abierto la gruta del terror, mostrando la oscuridad que se cernía al fondo de tan afilados colmillos. Intentaron zafarse del reptil tan raudos como el viento, pero ya estaba entre ellos. El caprichoso destino quiso que el caimán se fijara en una menor de dorados cabellos, dejando de lado a todos los demás chiquillos. Se abalanzó sobre la niña y se la tragó de un bocado. Como un truco de magia, la menor desapareció, y más célere aún fue el reptil en su huida hacia las aguas del río, a cuyo fondo se dirigió para saborear el suculento postre que había cazado.

Despavoridos, los niños salieron corriendo hacia el pueblo en busca de sus padres. Gritaban sin cesar, alocados, desgarrando sus joviales voces. ¡Un lagarto! ¡Un lagarto se la ha comido! ¡Un lagarto en el río tan grande como un caballo! El temor se apoderó de los vecinos de Santiago de la Puebla. ¿Cómo era posible? ¿De dónde había salido un reptil de semejante tamaño? A pesar de la impresión generada, un grupo de labradores se armó de valor y fue en busca del caimán. Su maldad no quedaría impune. Deseaban venganza, acabar con el diabólico reptil que se había apoderado de las tranquilas aguas de su pueblo.

No tardaron en encontrarlo. El caimán había salido a la superficie para degustar lentamente a la niña. Allí estaba, desafiante, con apetito y hueco para alguna persona más. Pero la gula le traicionó y murió sin paliativos a manos de fornidos hombres. Prestos, sesgaron de un tajo la cabeza del reptil, en busca del cadáver de la niña para darle cristiana sepultura. Pero, ¡milagro! ¡La menor estaba viva! ¡Era increíble! Sana y salva, la chiquilla continuó jugando día tras día en el río. La piel de su momentánea prisión, en cambio, permanece desde entonces, sin cabeza, expuesta colgando de uno de los pilares próximos a la puerta meridional de la iglesia de Santiago y a los vecinos de la localidad también se les conoce como ‘los del pueblo del lagarto’.