¿Quién no ha escuchado en alguna ocasión esa escueta melodía para reclamo que utilizan los afiladores para reparar utensilios cortantes de todo tipo? El afilador es uno de los oficios más característicos del mundo rural que agradaba la vida de nuestros pueblos cuando aparecía con su bicicleta. Mezcla de saber técnico y oficio itinerante, la ocupación de los afiladores los llevó por la carretera adelante ejerciendo una peculiar forma de emigración estacional. Hay constancia de la existencia de afiladores ambulantes desde hace tres siglos. Es, por tanto, un antiguo oficio que resistió las inclemencias de la historia gracias a la tenacidad de estos hombres curtidos en las más duras condiciones laborales, familiares y personales.
El afilador, antiguamente también eran reparadores de paraguas, viaja en una bicicleta o motocicleta para ofrecer sus servicios de afilar cuchillos, tijeras y otros instrumentos de corte. Su medio de trabajo era la rueda o tarazana, primero transportada a espaldas del afilador, y más tarde rodando. Fue en la segunda mitad del siglo XX cuando la emblemática tarazana fue sustituida por herramientas más modernas, como la bicicleta o la moto equipadas con la rueda de afilador.
La bicicleta fue modificada en forma que en su parte trasera llevaba montado el esmeril mecánico con una piedra de afilar que empleaba para sacar fino corte de los objetos cortantes. Recorría las calles de la ciudad y los pueblos y para anunciar su cercanía empleaba una pequeña flauta de pan de cañas o plástico como silbato, llamado chiflo, la cual sopla haciendo sonar sus tonalidades consecutivas, de grave a agudas y viceversa.
Quedan muy pocos afiladores por estas tierras nuestras. Este oficio llegó a ser tan popular que su reflejo se testimonia a lo largo de la historia mediante cuadros y también en pasajes de novelas históricas. En el segundo volumen de los Episodios Nacionales (La corte de Carlos IV), obra de Benito Pérez Galdós, pueden leer este párrafo escrito en 1873:
“Mira Gabrielillo -dijo incorporándose y apartando de la rueda las tijeras, con lo cual cesaron por un momento las chispas-; tú y yo somos unos brutos que no entendemos palotada de cosas mayores. Pero ven acá: yo estoy en que todos esos señores que se alegran porque han entrado los franceses, no saben lo que se pescan, y pronto vas a ver cómo les sale la criada respondona. ¿No piensas tú lo mismo?”
Evocación de un pasado que no vuelve
Aún recuerdo por las esquinas de mi pueblo, cuando las campanas de la torre de la iglesia tocaban a misa pequeña, se oía de pronto la sinfonía pastoril del chiflo del afilador. Notas al igual que una escalera de sonidos y de recuerdos, notas arriba y notas abajo, graves y agudas, agudas y graves... Ni aún evocando el sonido del viejo armonio eclesial que tocaba Quico Sacristán sonaba tan hermoso como esos caramillos del chiflo del afilador. Porque recordar al afilador paseando por las calles del pueblo, es rememorar las costumbres de toda una vida llenas de sonidos. Los sonidos de un pueblo que se mantenía vivo con el sonido hueco de un cántaro llenándose en el caño, de los cascos de una caballería en la mañana gélida, de las pitas en busca del mecío mañanero, del gruñido de los cerdos o el carro que avanzaba calle abajo por la empedrada cumbre.
Y de pronto, cuando aún evocas esos sonidos del pueblo, escuchas el pregón del afilador:
- ¡¡¡Se afilan cuchillos, navajas, tijeras... por las carreteras afilando va, el afiladooor!!!
De niño yo veía aquel afilador con su boina y su rueda de amolar que arrastrando llevaba, y a la que cuando las vecinas sacaban un cuchillo de matanza, le daba la vuelta, la dejaba como en un trípode, y con el pie le iba dando a la polea que la movía. La piedra echaba chispas de la fragua de Vulcano. Poco más tarde, el afilador instaló sus útiles en el transportín de una bicicleta. Seguía tocando el mismo chiflo pero ahora, cuando las vecinas le traían el cuchillo de la cocina, sacaba un reposapiés a la rueda trasera, se montaba en el sillín vuelto de espaldas y pedaleaba ingeniosamente para girar la piedra de amolar. Lo único que no ha cambiado en el tiempo es el sonido del chiflo del afilador y su eterno pregón.
El pregón, con su chiflo, decía que había llegado el afilador. En realidad, nunca se ha ido el viejo afilador con su rueda de esmeril y su bicicleta, porque sigue en nuestra memoria.