El origen de los albarderos parece encontrarse claro, todo indica que este oficio surgió de los mozárabes medievales o de los arrieros castellanos. Siempre desde la significación del oficio como la persona que realiza el trabajo de hacer, componer o vender albardas. A grosso modo diremos que la producción de los albarderos consiste en cabezados o cabezales, estribos, alforjas… para la protección del animal y la sujección del yugo. Las herramientas de los albarderos son similares a la de los zapateros, entre ellas encontramos las cuchillas, troquesos, tijeras, subelas, agujas, martillos, entre otras varias; destacando como exclusivas de este oficio la aguja de albardero, la tenaza de madera y el dedal de manopla. Además, los albarderos no emplean solamente el cuero para sus obras si no también la arpillera.
No obstante, la pieza principal y que le da nombre al albardero es la tradicional albarda, o apero almohadillado de pie redondo que consiste en un cojín lleno de paja o borra y que llevan los animales de carga, colocada en sus costillas y apretada al vientre por unas correas conocidas como cinchas. Normalmente, la albarda se fabrica con tela de saco o arpillera, aunque antaño también se utilizaba la estopa tejida. Se llena de paja y se le pone unos palos por la mitad, llamados fueros, para darle consistencia. Luego se cubre totalmente, o en parte –a gusto- con cuero que se puede adornar a ojos del albardero o del dueño que la encarga.
Hasta aquí la descripción generalista del trabajo del albardero en el taller para confeccionar la albarda. Pero como todos los oficios de antaño, los albarderos forman parte de la cultura tradicional de los pueblos, siendo uno de los oficios más característicos de la provincia de Salamanca y de Castilla y León, ligado a la agricultura familiar y las demás tareas de antaño que se fundamentaban en la utilización de animales de carga y tiro -llamados caballerías-, que antaño llevaban, al menos en mi pueblo y su zona de influencia, cargas de uvas, leña, aceitunas, hierbas o cereales. Hagamos, a modo de narración –con datos objetivos, y otros fruto del recuerdo de niñez- cómo era este oficio en mi pueblo y en el resto de pueblos.
Albarderos, hombres a quien la necesidad lanzó mundo adelante, por caminos y atajos, desarrollando su profesión en condiciones duras y desafiantes por pueblos y ferias, por tierras abruptas y amenazadoras, y muy peligrosas, con lluvias, nieves o nieblas, o con un sol que hacía reventar la vidas; entre hombres hospitalarios, acogedores, nacidos de las entrañas de la tierra; en años cruciales de represión y de lucha; por una geografía que ahora descubren y anuncian como ancestrales y vírgenes paraísos aún no perdidos.
El ‘Albardero’ de mi pueblo
Vecino del narrador, Manuel siempre explicaba que “las ferias servían de punto de contacto de acuerdos y de trabajo. Solo se recogían los contratos por los pueblos y se volvía al taller”. En esas tardes de asueto, en la calle que decían de Las Lastras, Manuel explicaba cómo hacía una albarda. Para trabajar se ponía un delantal que se fabricó él mismo, abierto por el medio para poder meter las piernas, y una especie de dedal cubriendo la palma de la mano. Sencillo y claro, se necesitaba lona que podría ser también lienzo o tela; estopa, paja, cuero, hierro, agujas, hilo gordo, un carrete de cera y la tabla. Se diseñaba según un molde. Se cortaban las fundas de cuero. Se cosía. Se llenaba de paja de centeno bien extendida. Se recosía por abajo. Se ponía el arco que era un armazón de hierro o de madera flexible y se le recosía a la paja. Se metía paja de nuevo, pero poca paja. Se volvía a coser, y al hacer este recosido se ponía el cuero que podía ser piel de cerdo, que era muy buena, piel de caballo o piel de becerro. Por fin se hacía el estambrado, que era el coser a la albarda unas almohadillas por delante y por detrás; las almohadillas se llamaban estambrillas. Una albarda podía tardar en hacerse uno o dos días.
Lo más curioso era el asunto de las pieles. Recuerda el carrilano cuando eran de caballerías y siempre se anunciaba de la manera más triste cuando había esa piel. Los vecinos avisaban que se les había muerto una caballería. Bien de mañana aún con la fresca, antes de que bajasen los buitres, porque la estropeaban, ya estaba allí Manuel para despellejarla. Estas pieles las secaba en una tranca y las tenía a remojo dos días con sus noches para poder coserlas. “En 20 minutos lo hacíamos, poníamos al macho patas arriba y por los lados a darle: primero las patas, luego el cuerpo y por fin la cabeza. Teníamos que sacar la piel entera y así podíamos hacer dos albardas”, aún recuerdan algunos albarderos vivos que hacían lo mismo que Manuel Albardero, nuestro vecino. Manuel dejó de hacer albardas cuando llegaron los tractores y los saltos y, con ellos, las caballerías se marcharon.
Un material primordial era el cuero, que se obtenía de diversos animales. Veamos cada una de su utilización. De las vacas se sacaban los cueros para los correajes: atafales, retrancas, cinchas, ramales... De los becerros, los cueros para las alforjas, las albardas y las molidas de las vacas. De los bueyes se sacaba el cuero para el material más gordo. De los caballos, ovejas y cabras se obtenía el cuero para las albardas y albardones y de los cabritos el cuero para los fuelles. De la piel de los conejos se sacaban cobertores. De los cerdos se sacaba piel para albardas, albardones y cribos. El cuero mejor era el que salía de los lomos y de los alrededores de los lomos de los animales, se llamaba el sillero, y el mejor sillero era el de las vacas. Cualquier buen albardero discernía sólo por el tacto de qué animal y de qué parte del animal era el cuero que manejaba.
Otro material era la paja. La mejor era la de centeno. Y un cuarto material era la lona, la tela de relleno para las albardas. Esta tela se obtenía de los restos de ropas viejas y la ponía la casa para la que hacía las albardas. Cobraba al contado y en dinero. Si no podían pagar, fiaba.
Salía de su casa por el mes febrero y regresaba en julio. Los meses de julio y agosto los pasaba con los suyos trabajando en las faenas del verano. Al final de agosto emprendía las caminatas de albardero; regresaba a casa para las fiestas de Navidad y descansaba todo el mes de enero.
Aún recuerdo a mi abuela Manuela decir: "A la puerta del que sabe trabajar, se asoma el hambre y no se atreve a entrar". La verdad de la vida, ay!