Imagen del castro de Ulaca, en la provincia de Ávila.

Imagen del castro de Ulaca, en la provincia de Ávila. ICAL

Ávila

Ulaca: en el corazón de los vettones

Fue su seña de identidad, convirtiéndose en un núcleo religioso, político y espiritual

23 abril, 2023 07:00

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¿Acaso alguien no ha visto verracos de piedra en diferentes puntos de las provincias de Salamanca, Ávila o Cáceres? Pues sí, efectivamente, son la prueba, entre otras, de que los vettones, sus toros y sus cerdos, habitaron antaño estas zonas de la meseta central, junto con sus credos, sus ritos y sus secretos. Y hay un castro en concreto, el de Ulaca, donde no solo se asentaron, sino que hicieron de él su seña de identidad, un núcleo político, religioso y espiritual, y cuya pervivencia nos ha permitido alegar que no eran culturas tan primitivas y subdesarrolladas como otras posteriores creyeron, sino que poseían una especial sensibilidad por lo espiritual, lo natural y lo ritual.

En una rocosa elevación del Valle de Amblés, no lejos de la capital abulense, un cuarto de millar de viviendas acogía a cerca de mil quinientos habitantes vettones en Ulaca, protegidos por una robusta y granítica muralla de forma oval que abarcaba, no solo setenta hectáreas de terreno sino las férreas creencias de sus moradores, si no, ¿por qué iba alguien a construir tamaño poblado en tan escarpado y yermo terreno en medio de… ¡la nada!?

Pues, la respuesta más acertada sería más sofisticada que lo que muchos puedan pensar. El pueblo vettón decidió establecer Ulaca aquí porque les hacía “sentir”. Por su situación junto al Pico Zapatero y su dominio del Valle Amblés, por el vínculo con las estrellas, que los acercaban a sus divinidades, por sus rocas pequeñas, medianas, grandes y protectoras, por sus calmados arroyos, por su olor a hierbas y a tierra, por su silencio ritual, por sus noches mágicas… Y hay pruebas de ello. Subamos a Ulaca.

En primer lugar, si el búho, al que muchos consideramos como un ave poderosa, guardiana y siempre avizor, tenía esa misma condición para los vettones, es seguro que, la gran piedra con forma de éste que se puede ver antes de llegar al castro sería su particular Can Cerbero, protector de su recinto amurallado y buen anunciador de lo que guarda…

Una vez dentro, el núcleo sagrado resulta ser el santuario. Tiene un altar con escalera, unas losas y conserva algunas palabras grabadas. Es muy factible que los vettones poseyeran unos avanzados conocimientos astronómicos, del mismo modo que es muy probable que alinearan de alguna forma este santuario con el Pico Zapatero, y que, al entrar el invierno, con la caída del sol, los diagonales rayos del sol chocaran con determinadas aristas de las piedras del altar iluminándolas en una escenografía, cuanto menos, divina… Era un lugar propicio pues para venerar a sus dioses, pero también para sacrificar a sus animales y ofrecérselos, con el fin de ganar sus favores. De ahí los escalones, las acanaladuras y los depósitos excavados en el altar y otros pedruscos cercanos, que recogían la sangre y almacenaban las vísceras que luego se quemarían con cierta liturgia.

Eso en cuanto al fuego. Pero también el agua tenía su sitio en Ulaca, no lejos del altar, en la llamada “sauna ritual”, una estructura de piedra medio enterrada, y con tres separaciones. La primera donde se recibía a los concurrentes, dos como mucho, y donde dejaban sus enseres. Otra, para que éstos, sentados uno frente otro, disfrutaran del ritual de vapor. Y la tercera, que era un horno, donde las piedras calientes hacían su trabajo de vaporizar el agua que se les echaba encima y enviar ese vaho a través de un orificio hacia los participantes. Y así, sentados al calor, se pasaban tranquilamente hasta seis horas los dos individuos, que normalmente eran guerreros en algún tipo de rito iniciático.

Otro protocolo común que se llevaba a cabo en estas Pedras Formosas (como las llamaban en el ámbito galaico) era el sacrificio de un toro y el vertido de su sangre sobre las soldados que estaban en la sauna, a modo de bautismo castrense, con el fin de vigorizarlos para la próxima batalla. En ocasiones, en vez de desangrar al bóvido sobre los hombres, lo que se hacía era llenar una pileta con ella y ellos se metían desnudos a recibir el rito. Las plantas de cariz “despabilador” que crecen alrededor de Ulaca, hacen pensar que los guerreros podrían estar bajo sus efectos en el momento del rito.

Ya se ha hablado del fuego, de la sangre y del agua, es turno ahora de la tierra material y su relación con lo etéreo. La impresionante bola granítica que hay a la entrada de Ulaca, sería sin duda también lugar de ritos. Bajando la ladera hay otra. Son los llamados “cantos de responsos”, bien anclados a la tierra, pero vinculados a los difuntos en la otra vida. Los vettones que moraban en la parte urbanizada del castro tenían el convencimiento de que los muertos deambulaban por los alrededores del poblado con el único límite de la zona habitada. Es decir, todas las laderas cercanas a Ulaca, fuera de su zona amurallada, estarían repletas de espíritus que incluso podrían llegar a asustar o herir a los habitantes que se adentraran en su territorio, sobre todo a horas intempestivas.

Por eso, estas grandes moles pétreas representaban sin duda esa linde espiritual entre el mundo de los muertos y el de los vivos. Eran fronteras adecuadas de hasta cuatro y seis metros, donde poder echar un responso y alejar a esos malos espíritus difuntos y cualquier mal que pudieran traer. La forma de echar el responso sería lanzar una piedra pequeña a lo alto de la roca. Aún hoy, sigue esa costumbre de lanzar una piedrilla sobre el gran canto para liberar a un alma errante y ganarse su protección (o al menos su neutralidad). Siendo justos y puristas con la creencia, los deseos solo se cumplirían si el guijarro queda arriba. Si se cae, no.

Y así, entre cultivos y rebaños, entre ritos y leyendas, vivieron los de Ulaca hasta que las tropas romanas fueron conquistando el centro de Hispania, arrasando muchos oppida vettones y abocando al abandono a estos asentamientos otrora florecientes.