Goma, República Democrática del Congo. Un día cualquiera. Entre el bullicio de la ciudad, se abre paso la figura de un hombre de 72 años subido en una destartalada motocicleta camino del aeropuerto. Su talle es tan popular en la ciudad como cualquier deportista de élite en Europa y su fina maestría en el manejo de las relaciones públicas sería la envidia de cualquier diplomático. Él es Honorato Alonso, un salesiano burgalés de Rioseras, que lleva 40 años trabajando en una de las zonas más violentas del mundo y que se ha ganado un sitio en el corazón de muchos congoleños y un nombre en el lugar donde quiera que se enumeren a los bienaventurados con hambre y sed de justicia y a los que buscan la paz, informa Ical.
Para un europeo, llegar a Goma no es fácil y menos en plena pandemia. Desde España no hay vuelos directos y como mínimo se necesitan tres escalas y 24 horas de vuelos interminables para aterrizar en esta ciudad del este del Congo. Cuando se desembarca, no sirve el comprobante europeo de PCR negativo y, previo pago de nuevas tasas, te hacen una nueva prueba con la promesa de que se pondrán en contacto contigo si el resultado es positivo. Es, el primer contratiempo, pero no el único. Poco después, un militar nos retiene con cualquier excusa para conseguir unos dólares. Como en una película, es en ese momento de cierta angustia cuando entra en escena el hermano Honorato. Su sola presencia y un amable saludo ilumina la sucia oficina y, previa charla con el responsable policial, la madeja queda desenredada y los españoles con sus pasaportes sellados tienen vía libre para adentrarse en la ciudad.
Tampoco vivir en Goma es fácil. A la perenne pobreza y la violencia que mortifica el África de los Grandes Lagos, se une la amenaza de un volcán vivo, el Nyiragongo, cuya última erupción dejó la lava en la entrada del aeropuerto y otros males más modernos, como la gestión de la diversidad (en 1994, en un sólo día entraron en la ciudad más de 10.000 hutus huyendo del terror tutsi) y los problemas ambientales de una urbe tan bulliciosa como caótica para sus más de 160.000 habitantes. En esta perfecta anarquía, la motocicleta es imprescindible para serpentear por un mar de calles de tierra negra completamente atascadas a cualquier hora del día. Honorato utiliza ahora una moto taxi para desplazarse, pero hasta no hace mucho era todo un virtuoso de otras dos ruedas: las de la bicicleta. Por algo, le conocen allí con el mote del 'Mzungu' de la bici. 'Mzungu', en suajili, es la palabra con que definen a los blancos.
La vida de Honorato Alonso comenzó dos veces: una, en 1949, en Rioseras; la otra, en 1981, en Goma. En la primera aprendió a ser persona jugando junto a la iglesia de San Saturnino; en la segunda, comprendió que un balón de fútbol podía hacer más por la integración que cien discursos en la ONU. Al poco de llegar al Congo, este religioso organizó una liga de fútbol gratuita que desbordó todas sus previsiones e implicó a cientos de jóvenes de todos los barrios de Goma en un proyecto común. Después de cuatro decenios han sido miles los niños que han visto en el penalty una alternativa al machete convirtiendo a Honorato en una persona conocida y respetada, especialmente, por los más jóvenes. “A través del deporte, explica el religioso, se pueden transmitir muchos valores porque en él no hay diferencias raciales, trivales, culturales, ni sociales. Todos entran con las mismas posibilidades, cosa que no ocurriría en la escuela, y, de esta manera, se sienten realizados”.
El deporte fue la primera escuela de valores para muchos de estos chavales - “la alegría, la amistad, y la disciplina que se vive en el fútbol es lo que ayuda a los jóvenes a avanzar en la vida”, dice Honorato- mientras que la electricidad es, hoy por hoy, un gol por toda la escuadra a la pobreza y la miseria de muchas familias.
Entre 6.000 y 8.000 alumnos han pasado por las clases de electricidad que el hermano burgalés imparte en el Instituto Técnico Industrial de Goma Don Bosco (I.T.I.G). Allí han aprendido una profesión y muchos de ellos han encontrado trabajo al finalizar su formación. Honorato explica que en esta escuela “hay una disciplina que ha ayudado a vencer muchas dificultades a estos muchachos, que hoy ocupan puestos de responsabilidad en la sociedad y que les permite vivir bien y hacer avanzar a su familia” y señala que la semilla sembrada en el instituto germina en forma de valores para mejorar la sociedad congoleña en su conjunto.
Es, precisamente, en este instituto donde Honorato ideo una fórmula para conseguir los recursos que le permitieron comprar los terrenos de lo que es ahora el gran centro de Don Bosco Ngangi. Según relata, como en Goma hay muchas casas que no tienen corriente eléctrica, la gente compraba baterías para poder tener luz. Sin embargo, no había forma de recargarlas cuando se agotaban. “Como nosotros sí teníamos corriente eléctrica ideamos unos cargadores de baterías y la gente venía, los recargaba y nos pagaba una pequeña cantidad. Llegamos a tener más de 1.000 baterías al mes y, poco a poco, se fue acumulando un dinero que nos permitió comprar los terrenos”.
El centro de Don Bosco Ngangi, acoge a niños desde que nacen a la edad adulta. “Aquí hay recién nacidos porque la madre murió en el parto y sus familiares piden que se le traiga aquí para que puedan evolucionar.. van a la escuela maternal, más tarde a la primaria y, luego, en muchos casos las familias los recuperan o se les busca una familia de acogida”, explica Honorato.
Otros ya son más mayores. En la actualidad en el centro, separados de los bebés, viven un grupo de unos 70 niños soldado que llegan aquí en busca de un futuro. Son las propias comunidades las que ayudan a estos niños para dejar las armas y acercarse al centro de Don Bosco, para aprender un oficio que les permita reinsertarse y ganarse la vida honestamente. “Son niños con muchos problemas porque están acostumbrados a utilizar la violencia para todo. Los grupos rebeldes cogen a estos niños por la fuerza, para su ejército. Si tienen armas habrán hecho lo propio que aquel que tiene un arma”, se lamenta Honorato.
Niños soldados
Mohombi es uno de los niños soldado que está ahora aprendiendo en el módulo de albañilería: “Estoy feliz porque me estoy formando y preparando para el futuro aquí en Don Bosco. Me ha costado mucho adaptarme, pero veo que con esta formación mi vida será mejor”. “Quiero volver a mi pueblo casarme y tener niños”, prosigue con la mirada perdida y una ligera sonrisa en la boca que remarca una mirada penetrante en unos ojos en los que se atisba un rastro de dureza y sufrimiento.
La tragedia de los niños de la guerra también la vivió en primera persona la hermana Chantal, una de las hermanas San José: “Teníamos un agujero en la selva donde al atardecer mi hermano y yo acudíamos a pasar la noche para que los guerrilleros no nos secuestraran y así cada familia tenia su escondite que únicamente conocían los padres”. “Cuando la población pillaba a algún guerrillero se tomaba la justicia por su mano y los quemaban vivos porque la justicia no funcionaba y cuando los detenían salían rápidamente”, añade.
Chantal trabaja en el centro Don Bosco de Ngangi, un barrio de la periferia de Goma, donde otro burgalés, Domingo de la Hera, de Villanueva de Odra, dedica su vida a dar clase de mecánica a los jóvenes.
Una de las iniciativas de las que Honorato se siente más orgulloso es Boscolac, un centro de ayuda humanitaria con un internado en las faldas del volcán para que los niños y jóvenes de los alrededores más pobres tengan más facilidades para estudiar. Este proyecto comienza por la necesidad que tenía la población de Goma de tener un espacio en el lago Kivu, ocupada en su totalidad por casas particulares que cierran el acceso al lago. “Lo primero que hicimos para comenzar la obra fue llevar un contenedor que nos servía de almacén, y también cuando venían chavales lo utilizábamos como dormitorio porque no había otros medios. Poco a poco se fueron añadiendo cosas, hasta que una ong española, Red Deportes, nos ayudó a construir este espacio”, rememora el religioso.
Honorato Alonso es sólo la avanzadilla de toda una división de burgaleses que dejan huella todos los días en el Congo. No lejos de Goma está la ciudad de Rubare, una población de unos 40.000 habitantes muy cerca del parque Virunga, una zona selvática donde los gorilas de montaña se enseñorean. La ruta que une ambas ciudades está considerada una de las más peligrosas del mundo, controlada por guerrillas que han hecho del secuestro su forma de vida. Sólo con la compañía de una hermana es posible adentrarse en estos 60 kilómetros, donde no hace mucho, en febrero, fue asesinado allí el embajador de Italia, Luca Attanasio. No es extraño que las hermanas de San José agradezcan al viajero la valentía de llegar hasta allí.
El alma de Rubare es Mamá María. Así se conoce a la religiosa burgalesa Presentación López que un día de octubre perdió las dos piernas cuando un intercambio de bombas entre el ejército congoleño y los guerrilleros ruandeses impactó en la casa de las hermanas. De aquella tragedia germinó, gracias a estas religiosas, una gran esperanza ‘El proyecto Rubare’, que hoy dirige sus esfuerzos a sacar del infierno a decenas de niños y jóvenes que nadie quiere o puede cuidar.
Mamá María es la segunda madre de Chantal. Aquella niña se deslumbró por la humanidad de la monja burgalesa en medio del horror de dos guerras. La hermana supo ver en la pequeña un corazón enorme y quiso compartir con su familia sus esfuerzos y su mesa. De aquel ejemplo, brotó también su vocación.
En Rubare vive y se entrega también la hermana Urbana Sancho. Natural de Castrillo de Murcia, esta enfermera cumple dos décadas ya de trabajo en la zona desde que llegara procedente de Roma donde trabajaba en una clínica privada: “allí no faltaba de nada y aquí faltaba de todo, pero aquí es otra manera de recibir, de pequeños detalles, de corazón a corazón, no hay dobleces, la gente es muy agradecida, es estupendo”, confiesa. Para sus vecinos, las hermanas de San José son una especie de ángeles dedicadas a los desfavorecidos. Su centro de salud, en cuya entrada puede leerse ‘Fuera las armas’, no entiende de bandos, ni de buenos ni de malos y atienden por igual a los miembros del ejército que de la guerrilla. Por eso, se han ganado un respeto. Sin embargo, lo que las convierte en ángeles es la batalla cotidiana contra enfermedades como la malaria o el cólera, mortales sobre todo para los niños, que han conseguido controlar. “La población, por falta de recursos utilizaba la medicina tradicional y solo acudía al centro cuando estaba muy avanzada la enfermedad”, explica la religiosa.
Una estampa cotidiana de Rubare durante el día – de noche es territorio prohibido - es la de cientos de niños solos a las puertas de sus casas, mientras sus padres trabajan en el campo. Estos pequeños son carne de cañón para perversos flautistas de Hamelín y una prioridad para las hermanas de San José que, con la ayuda de la ong burgalesa, 'Proyecto Rubare', ha construido ya una escuela maternal y otra de primaria. Con ellos quieren poner también una base para dar un futuro a miles de otros ‘niños invisibles’ que tratan de sobrevivir en la dificultad. Son invisibles porque durante el día pasan el tiempo en el campo y surgen por la noche entre las calles para vender lo recolectado. “Aquí son todos pobres, intentas ayudar a unos pero es que son todos y es muy complicado; es un pueblo muy necesitado, luchan y luchan solo para sobrevivir”, se duele Urbana. Estas escuelas intentan financiarse con otros proyectos como es una plantación de caña y una fábrica de azúcar y pan que ha sacado de la miseria a 50 personas que se afanan por ganarse la vida todos los días y que recientemente ha sido premiado por el Gobierno congoleño.
Son tres ejemplos de una vida entregada pero plena. “Hay momentos en la vida que uno toma una decisión y después del paso del tiempo me he dado cuenta de que no me he equivocado. Llegas aquí pensado en que vas a dar algo y, después de tantos años, echando la vista hacia atrás, te das cuenta que has recibido mucho más de lo que has dado', reflexiona Domingo de la Hera. Sólo con estar una mañana con Honorato, uno se puede dar cuenta de lo que puede llegar a recibir: no pasan cinco minutos sin que le detengan para recordarle lo que hizo cuando les entrenaba o cuando les dio clases o cuando les prestó tal o cual ayuda. Siempre con cariño y respeto, con una sonrisa y un talante tranquilo, con una mirada aún de chiquillo espabilado, les agradece sus palabras y se siente muy orgulloso de su labor en esta ciudad. “Muchos de los que son ahora padres me dicen que quieren que sus hijos vengan a nuestro centro. Esto me da alegría y una paz interior porque se ha hecho todo lo posible por transmitir valores humanos, morales y espirituales y muchos de estos valores han sido bien acogidos”, sonríe satisfecho