En esa Europa convulsa, llena de guerras, conspiraciones, intrigas, y aspiraciones a ostentar el título de Emperador del Sacro Imperio Romano, el hijo de Beatriz de Suabia, y nieto del rey de romanos, nuestro sabio rey de Castilla, Alfonso X, también ansiaba hacerse con esa corona que habían llevado sus antepasados maternos.
Para ello necesitaba amigos en los territorios del norte y envió a algunos emisarios castellanos a la Corte de Haakon de Noruega. A finales de 1256, los acuerdos alcanzados hicieron que el rey escandinavo decidiera enviar a su hija a Castilla para casarse con alguno de los hermanos de Alfonso. Y así fue como la joven Kristina Håkonsdatter, de veintitrés años, se disponía a viajar a la Corte castellana para tener el “privilegio” de elegir con quien desposarse.
A las pocas semanas, la magnánima comitiva embarcaba en Tonsberg, cerca de Oslo, con destino a la península. Hicieron trayecto por mar hasta Inglaterra y desde allí cruzaron a Francia, donde la princesa fue saludada cortésmente por el rey Luis IX, y continuaron el camino por tierra hasta el Rosellón. Desde allí bajaron por Gerona y después a Barcelona, donde Kristina tuvo un gran recibimiento por parte del propio rey Jaime I. El 22 de diciembre cruzaba la frontera de Aragón y Castilla, siendo recibida en Soria por el Infante Luís, el benjamín de los hermanos del rey, junto con el obispo de Astorga.
Dos días más tarde Kristina celebraba la Navidad en el monasterio de las Huelgas, con Berenguela, la infanta hermana del monarca. Pocas jornadas después llegaba a Palencia, donde la esperaba Alfonso X con su ejército, y la acompañaba en su entrada en la ciudad, sujetando personalmente la brida de su caballo. De allí marcharon a Valladolid, donde el resto de la realeza y la nobleza les dio otro grandioso recibimiento. Casi un año de viaje.
Belleza nórdica
Estando en Valladolid recibieron una carta del rey Jaime I de Aragón, que había quedado muy impresionado por tamaña belleza nórdica durante su estancia en Barcelona. Pero, Kristina declinó la oferta del rey aragonés, no solo por su gran diferencia de edad, sino porque el objetivo de los noruegos era establecer la alianza con Alfonso X, que podía llegar a detentar la corona imperial, favoreciendo sus intereses en Alemania.
La princesa y sus consejeros se pusieron manos a la obra entonces para ver las posibles opciones que tenían con los cuatro hermanos casaderos del rey: Fadrique, era el mayor y el más cosmopolita de la familia, había viajado extensamente por Italia y Alemania en defensa de los intereses imperiales de su familia, y el hecho de estar casado con una noble italiana no le impidió postularse ante Kristina. Según las crónicas noruegas ella le rechazó por tener una cicatriz en el labio debida a un accidente de caza, y que le afeaba mucho el rostro.
El Infante Enrique, de veintiocho años, extraordinario guerrero e intrigante político, no fue ni siquiera considerado, ya que estaba de viaje en Inglaterra.
El tercero de los hermanos, Felipe, a diferencia de sus hermanos mayores, no había sido educado en el arte de la guerra o la política sino en letras y teología, ya que su destino estaba ligado a servir a la iglesia. En su adolescencia, Felipe había estudiado en París con un futuro santo, Alberto el Magno.
Por último, estaba Sancho, de veinticuatro años. Al igual que Felipe, había sido destinado a la carrera eclesiástica, compartiendo con él los estudios en París. En el momento de conocer a Cristina ejercía de administrador perpetuo de la Diócesis de Toledo, a la espera de que le nombraran arzobispo.
El elegido por la princesa, con la venia del rey Alfonso X, fue el príncipe Felipe, que, con veintiséis años, además de ser abad de la Colegiata de San Cosme y San Damián, de Covarrubias, era arzobispo de Sevilla desde hacía un lustro.
Un satisfecho Alfonso X, otorgó a su hijo la dispensa para abandonar su dignidad eclesiástica y poder así contraer matrimonio con Kristina, evento que se produjo al año siguiente, el último día de marzo de 1258 en la Colegiata de Santa María de Valladolid.
Capilla de San Olav
El joven matrimonio decidió abandonar Castilla e instalarse en el sur, en la ciudad de Sevilla. La princesa Kristina nunca se llegó adaptar y al parecer aquejaba de nostalgia. Echaba de menos la nieve y los paisajes verdes del norte, sin poder soportar el calor estival. Sólo cuatro años después de su boda enfermó de unas fiebres y murió sin descendencia a los veintiocho años.
Dicen las crónicas, que su marido, el príncipe sacerdote, era un gran erudito y con buenas dotes de verso. Adoraba a su esposa de cabellos dorados y ojos de hielo, por cuyo amor compuso largos versos de los que sólo se conservan los últimos, hallados en su tumba.
Antes de fallecer, la princesa, al leer tanto amor en los versos de su esposo, le hizo prometer que le construiría una capilla en honor a San Olav, patrón de Noruega, en tierras castellanas, para así poder ir a rezar. Felipe nunca cumplió su promesa y decidió sin embargo depositar sus restos en un sepulcro de piedra labrada en la Colegiata de Covarrubias, donde había sido abad en su juventud.
La historia de la princesa noruega permaneció en el olvido durante siete siglos, hasta que, en los años cincuenta del siglo XX, en un rincón del claustro, se encontraron en el interior de un sepulcro los restos de una mujer, más alta que la media castellana, de cabello dorado y vestida con unos lujosos ropajes. A su lado yacía un pergamino con versos de amor, reconocidos como aquellos últimos de Felipe. Era ella, Kristina de Noruega.
Más recientemente, se decidió cumplir su deseo construyendo la Ermita de San Olav a tres kilómetros de donde reposa la princesa. En un contemporáneo estilo nórdico, con madera y metal y en mitad de un prado rodeado de árboles, se erige finalmente en Castilla un oratorio en honor al patrono de Noruega.