“La ruta a la libertad pasa por Miranda” escribió en uno de sus muros un paracaidista belga durante su confinamiento. Hoy los hierbajos brotan donde antes había barracones, y solo la presencia de un ruinoso depósito de agua y un triste lavadero permiten pensar que este penoso “albergue” de más de cuarenta mil metros cuadrados, situado entre la vía del tren y el río Bayas, alojó durante una década a más de 65.000 presos de casi sesenta países.
Al caer Bilbao a principios del verano del 37, Franco ordenó levantar este campo de concentración en Miranda de Ebro, en el paraje de La Hoyada, con el fin de llenarlo de mano de obra gratuita. Ese mismo verano llegaron los primeros huéspedes, ochocientos republicanos vascos que tuvieron que apiñarse en precarias condiciones. En los meses de invierno se alcanzaron en Miranda los -15ºC, la comida era irrisoria, la ropa harapienta y los malos tratos eran acostumbrados. La Gestapo y la Guardia Civil interrogaban a los prisioneros en ese primer año buscando entre ellos a oficiales y comisarios afines a la república. Si las respuestas no eran las acertadas, la somanta era notoria, y cuando encontraban momio republicano, peor, hasta hubo casos hasta de ejecuciones, o por bala o por ahogamiento.
Pero, pese a las durísimas condiciones, el campo de Miranda nunca fue concebido como un sitio de exterminio. En 1938, el bando nacional sacó un reglamento de trabajo para los presos republicanos, que eran catalogados tras ser detenidos. Algunos fueron invitados a alistarse en la tropa sublevada o enviados a batallones de trabajo, trasladados a fábricas, a obras públicas y a trabajos forzados en la zona nacional. Otros, se quedaron en el propio campo y en Miranda de Ebro para limpiar, cocinar, arreglar, construir, pavimentar o rehabilitar, con un minucioso horario que incluía ejercicio físico y descanso.
En los siguientes años, con la amenaza nazi en Europa, fueron llegando a Miranda cientos de judíos franceses y alemanes que intentaban salvar su vida. Fueron enviados al campo nada más cruzar la frontera, pero nunca se les persiguió por sus credos, sino que, por el contrario, los carceleros y los otros prisioneros los admitieron con afabilidad. Incluso había un rabino al que se le permitió mantener su ropa y al que se le eximió de las obligaciones religiosas católicas. Por alguna razón, el obispo de Burgos visitó el campo, pero los presos hebreos se negaron a besarle la mano, obviamente. El prelado lo entendió perfectamente y les reconoció su derecho a preservar su fe.
El máximo número de prisioneros se dio en 1943, con tres mil setecientos internos, la mitad de ellos provenientes de las Brigadas Internacionales: polacos, franceses, ingleses, belgas, checos, alemanes, húngaros y americanos. Y muchos de ellos resultaron no ser presos cualesquiera. François Jacob y Jacques Monod, por ejemplo, obtuvieron el premio Nobel veinte años más tarde por sus descubrimientos sobre el control genético de la síntesis de enzimas y la de virus. Georges Bidault y Michel Poniatowski ejercieron posteriormente como ministros de Francia en diferentes épocas. Varios futbolistas del Athletic y el campeón mundial de lucha, Joe Carson, fueron algunos de los deportistas que pasaron por Miranda también, al igual que el actor y cantante americano del género Western, Gene Autry.
Y así hasta el año 47, en que Franco tuvo que cerrar las instalaciones por las presiones que venía recibiendo desde cinco años antes por parte de los gobiernos aliados y de la Santa Sede, para que los extranjeros fueran liberados o tratados de forma humanitaria. Las asociaciones de brigadistas en Inglaterra y Estados Unidos enviaban dinero, ropa, medicinas y alimentos.
Al mismo tiempo, el embajador británico, remitía requerimientos por escrito al gobierno de Franco para que no entregara ningún preso a la Gestapo. Franco se comprometió a respetar esas exigencias y a mejorar las condiciones del campo, porque era consciente de que el führer iba a perder la guerra y él necesitaba que los aliados no lo vieran como un enemigo. Tal fue así que, en 1943, tras una huelga de hambre de diez días iniciada por los internos, se aceptó dejar libres a quienes no tenían cargos, se les permitió comunicarse con el exterior sin censura y se les mejoraron la pitanza y los aposentos.
A medida que se acercaba el final de la II Guerra Mundial, el lugar se fue vaciando de prisioneros que salían de España por Portugal, o por Algeciras camino de África. Los Gobiernos aliados se hacían cargo del coste de esos traslados, de hoteles, billetes de barcos y trenes, y los diplomáticos y agentes humanitarios vigilaban que la liberación fuera efectiva. Los presos que iban quedando en Miranda disfrutaban ya de un régimen de semilibertad y podían deambular por la ciudad. Algunos reclusos americanos incluso enseñaron a jugar al béisbol a algunos chavales mirandeses.
Y mientras unas gallinas salían, otras iban entrando: en los momentos en que los últimos presos republicanos estaban obteniendo su libertad, iban llegando a España miles de nazis y afines al régimen hitleriano que intentaban eludir sus responsabilidades como criminales de guerra y algunos de ellos quisieron “refugiarse” en Miranda.
El régimen franquista se enfrentaba aquí a un problema ya que Churchill y Roosevelt exigían que dichos fugitivos fueran entregados. Protegidos por identidades falsas, algunos se instalaron en hoteles y pisos de la ciudad. Otros tuvieron que ser irremediablemente entregados a los aliados. La mayoría de ellos se quedó en España con nombres ficticios o emigró a Brasil, Uruguay y Argentina como ya se sabe.
A inicios del año 47 se ordenó el cierre del campo y la liberación de los cientos de prisioneros que aún quedaban. Una comisión se encargó de liquidar el asunto y de hacer un inventario de los bienes muebles, que fueron llevados a un cuartel de Burgos. El lugar conservó algunos barracones para aprovecharlo como campamento militar, pero finalmente en 1954 todo fue desmantelado y hoy es una arrinconada zona industrial, en Miranda entre la vía del tren y el rio Bayas.