A las 8:00 horas de la mañana del 22 de octubre de 2000, hace ahora 23 años, la organización terrorista Euskadi Ta Askatasuna (ETA) segó la vida del funcionario de prisiones leonés Máximo Casado Carrera. Casado, que trabajaba en la prisión alavesa de Nanclares de Oca, salió aquella mañana de su domicilio, como cualquier otra, sin saber que su destino había sido decidido por la sinrazón terrorista. Después de llegar a su garaje, nada más poner en marcha el motor de su coche, una bomba lapa colocada por ETA en los bajos del vehículo acabó con su vida y generó un gran estruendo en el número 86 de la calle Beato Tomás de Zumárraga de la capital vitoriana.
Casado, natural del municipio leonés de Santa Elena de Jamuz, contaba en aquel momento con 44 años, estaba casado, era padre de una niña y padrastro del hijo de su esposa con un matrimonio anterior. Llevaba 17 años, desde 1983, trabajando en la prisión de Nanclares de Oca, que años después se haría famosa por albergar entre sus muros a los etarras arrepentidos y que habían optado por dejar de lado a la banda. Sus primeras funciones fueron como maestro en la cárcel, dando clases a los otros presos, pero después logró sacar la plaza y en 1990 se convirtió en delegado sindical del sindicato Comisiones Obreras (CCOO) en la prisión.
Este funcionario de prisiones leonés era una persona seria y rigurosa en su trabajo, aficionado al boxeo, y sentía la amenaza de ETA desde que comenzaran a poner en el punto de mira a los funcionarios de prisiones, a principios de los años 90. De hecho, solo tres años antes del asesinato de Casado, la Guardia Civil había logrado liberar al funcionario burgalés José Antonio Ortega Lara después de 532 días de cuativerio.
El leonés había recibido cartas amenazantes durante el secuestro de Ortega Lara y había tenido discursiones con vecinos simpatizantes de Jarrai, las juventudes de Herri Batasuna (HB), el brazo político de ETA, a los que acusó de dañarle el buzón. Esa situación le llevó a plantearse abandonar el País Vasco pero, finalmente, tomó la decisión de quedarse y no solicitar el traslado. Una decisión que le terminó condujendo a su fatal destino.
El día después del atentado, la catedral de María Inmaculada en Vitoria celebró una multitudinaria misa funeral en la que ondearon decenas de banderas rojas de CCOO y a la que acudieron multitud de compañeros funcionarios de prisiones. Sus restos, incinerados, fueron depositados en su Santa Elena de Jamuz natal. Un año después, en octubre de 2001, unos jardines que se ubicaban junto a su domicilio en Vitoria fueron renombrados Jardines Máximo Casado por el Consistorio vitoriano.
Por el crimen, fueron condenados en un inicio solo dos colaboradores que dieron información al comando que lo asesinó: Juan Carlos Subijana Izquierdo y Zigor Bravo Saez de Urabain en 2010 y 2013 pero los culpables salieron en un inicio impunes. El atentado quedó como uno de los cientos sin resolver de la banda hasta que, finalmente, en el año 2020, se condenó por la autoría del crimen a Francisco Javier García Gaztelu, alias Txapote, José Ignacio Guridi, Asier Arzalluz Goñi y Aitor Aguirrebarrena.
Los funcionarios de prisiones, en la diana de ETA
Los funcionarios de prisiones fueron objetivo de ETA prácticamente desde el inicio de su actividad armada, aunque su obsesión se incrementó tras el inicio de las políticas de dispersión de los presos de la banda. En octubre de 1983 había sido asesinado Alfredo Jorge Suar, funcionario en El Puerto de Santa María, y en agosto de 1989 fue asesinada Conrada Muñoz después de que le explotase un paquete bomba que iba dirigido a su hijo, Dionisio Bolívar, en su casa de Granada.
Pero fue la década de los 90 en la que ETA segó la vida de un mayor número de funcionarios de prisiones, en consonancia con la conocida como estrategia de la 'socialización del sufrimiento' aprobada por ETA y por su brazo político, Herri Batasuna (HB), tras el desmantelamiento de la conocida como cúpula de Bidart de la banda en marzo de 1992.
La situación de cada vez mayor vulnerabilidad de la organización, después de la detención de su cúpula combinada con distintas operaciones policiales en el sur de Francia y de la desarticulación de diferentes comandos de la organización, convenció a los nuevos dirigentes de que debían optar por atentados que lograsen un mayor impacto en la opinión pública, aunque no llegasen a provocar un número de víctimas tan elevado como los de la década de los 80, ya que la capacidad logística de la banda estaba cada vez más limitada.
Entre los nuevos objetivos destacaron políticos, jueces, periodistas, fiscales y también funcionarios de prisiones. Ángel Jesús Mota, también funcionario en Martutene, fue asesinado a tiros el 13 de marzo de 1990, Manuel Pérez, trabajador en la cárcel de Sevilla, fue asesinado por un paquete bomba el 28 de junio de 1991 que también segó la vida de dos internos de la cárcel y del hermano de un preso que había acudido a visitarle.
Después, llegó el 22 de enero de 1993 el asesinato del burgalés José Ramón Domínguez Burillo y el 17 de enero de 1996 el secuestro del también burgalés José Antonio Ortega Lara, que permaneció en un zulo insalubre durante 532 días hasta que fue liberado por la Guardia Civil, el 1 de julio de 1997. Ese año 1997 fue especialmente sangriento ya que Francisco Javier Gómez Elósegi fue asesinado el 11 de marzo en San Sebastián y Juan José Baeza, trabajador de la prisión Martutene, fue tiroteado en Rentería aunque salvó la vida milagrosamente después de que un disparo le afectase al cuello.
El último funcionario de prisiones asesinado por la banda fue el leonés Máximo Casado, el 22 de octubre de 2000, por una bomba lapa colocada en su vehículo cuando se dirigía al centro penitenciario de Nanclares de Oca. Una triste lista de asesinados por la barbarie. 23 años después aún se recuerda a ese leonés serio y recto pero devoto de su familia que se desvivía por mejorar las condiciones de vida de los presos.